El gobierno de Pedro Sánchez lleva poco tiempo desde que estrenara mandato, pero el suficiente para que yo me atreva hoy a expresar aquí las sensaciones que hasta ahora sus anuncios y decisiones me han producido. De momento son sólo gestos, pero muy significativos. Un gabinete de prestigio, incluido un ministro dimitido ipso facto y sin vacilaciones por irregularidades fiscales. Una agenda de reuniones con los presidentes de las Comunidades Autónomas, que incluye, por supuesto, al independentista Joaquim Torra. Entrevistas con mandatarios extranjeros, empezando por la que mantuvo con el decidido europeísta Emmanuel Macron. Resolución drástica de la crisis del Aquarius y la consecuente llamada de atención a la adormecida Europa sobre el problema sin solucionar de la inmigración que afecta a todos. Extensión de la cobertura sanitaria. Ley para regular la eutanasia. Asistencia a reuniones europeas del máximo nivel europeo. Y suma y sigue
Los partidos de derechas –PP y Ciudadanos- están desconcertados. Desde el principio han anunciado su intención de boicotear cualquier iniciativa que proceda del gobierno socialista, venga o no venga a cuento el rechazo. “No nos pida lealtad, señor Sánchez”, gritaba el otro día en el Congreso de los Diputados el siempre acalorado y vocinglero Rafael Hernando. “Nosotros sólo le debemos lealtad a los españoles”, añadía. Un ejemplo entre otros muchos de que a los derrotados no les llega la camisa al cuello de su frustración. Una clara manifestación de que se creían tan afianzados en sus posiciones que la derrota los ha dejado muy vapuleados. Llevados por su ingenuidad política, y también por la prepotencia de quien se cree invulnerable, estaban convencidos de que acabarían la legislatura sin que la corrupción les pasara factura.
Por lo que oigo y veo a diestra y a siniestra de mi entorno más próximo, tengo la sensación de que la opinión pública permanece muy atenta a los movimientos del nuevo gobierno, expectante y en cierto modo ilusionada. Por la derecha, cautelosa ante la posibilidad de que, como se han encargado de repetir hasta la saciedad los líderes de sus partidos, Pedro Sánchez haya llegado a pactos inconfesables con tirios y troyanos. Por la izquierda, vigilante ante la posibilidad de descubrir cualquier atisbo de desviación programática, de ruptura del compromiso tácito de acabar con las prácticas corruptas, con la degradación democrática y con el injusto reparto de la riqueza nacional. Pero en el fondo, tanto por un lado como por el otro, dando un voto de confianza al nuevo gobierno socialdemócrata.
Pedro Sánchez, desde mi punto de vista, está moviéndose con cautela. No hay que ser demasiado sagaz para descubrir en cualquiera de sus gestos y de sus palabras un cuidado exquisito. Nada tiene de extraño, porque sabe que sus enemigos, que son muchos y de muy variada condición, están agazapados para lanzarse sobre él en cuanto cometa el menor desliz. Están rabiosos y ávidos de venganza política. No en vano les ha arrebatado la batuta del poder con una hábil maniobra democrática, que pocos -entre ellos yo- consideraban que pudiera llegar a tener éxito. Además, las encuestas están empezando a acusar los resultados del relevo. La correlación de fuerzas está cambiado y el partido socialista se ha situado en un primer lugar destacado. Por eso, el nuevo presidente del gobierno tiene claro que está obligado a caminar con pies de plomo, lo que no significa, ni mucho menos, que deba apuntarse al inmovilismo de su predecesor.
Todavía es muy pronto para sacar conclusiones, pero las sensaciones que se reciben son buenas. En cualquier caso, iremos viendo con el tiempo lo que en realidad suceda.