Debo confesar que estoy gratamente sorprendido por el cambio de tono que ha experimentado la voz y la expresión oral de Pedro Sánchez, desde cuando hablaba en la oposición a cuando ahora lo hace como presidente del gobierno. A mí, que soy persona que le da bastante importancia a la voz y a la oratoria, este cambio me ha llamado la atención.
Pero esta impresión, al fin y al cabo sobre un detalle marginal, todavía se acrecienta más cuando me fijo en la seguridad con la que el nuevo presidente del gobierno lanza los mensajes, en la dialéctica que utiliza cuando habla en público y en la claridad de la exposición de sus ideas. Desde mi punto de vista -subjetivo por supuesto-, Sánchez ha pasado del atropello verbal y de una cierta confusión en la comunicación, a una oratoria calmada, sin aspavientos innecesarios, y a una claridad expositiva de la que antes carecía o, por lo menos, que no me convencía.
Es cierto que el hecho de ostentar el poder dota a sus protagonistas de seguridad en sí mismos. Pero, en mi opinión, el cambio no se justifica sólo por esta circunstancia. Tengo la impresión de que Pedro Sánchez ha evolucionado desde una cierta desorientación ideológica, al convencimiento de que se consigue más desde la prudencia y la cautela que desde las prisas y el asalto a los cielos. O, dicho de otro modo, creo que ha dejado atrás la utopía ingenua para abrazar el posibilismo maduro.
Hubo un momento en el que me costaba reconocer en él a un líder socialdemócrata, porque su discurso me transmitía un cierto tufo radical que no me convencía demasiado. No debí de ser el único, porque en aquellos momentos convulsionó al partido socialista hasta ponerlo patas arribas, al mismo tiempo que las encuestas señalaban día a día un descenso en la intención de voto al PSOE. Pero la situación parece que ha cambiado radicalmente, porque ahora los suyos lo apoyan y los sondeos muestran un cambio de preferencias en el conjunto electoral favorable a los socialistas.
Sé, porque es muy evidente, que Pedro Sánchez no lo va a tener fácil en lo que queda de legislatura. Con sólo 84 escaños, una panoplia variopinta de aliados y una oposición rabiosa y con ganas de desquite, cuenta con muy poco margen de maniobra, aunque con el suficiente para demostrar, si es que la tiene, su capacidad como gobernante. En su última comparecencia en el Congreso demostró que está dispuesto a hacer política, que en definitiva es lo que le corresponde hacer a un presidente de gobierno. No le faltaron reproches oportunamente dirigidos a la derecha recién derrotada, ni guiños a los separatistas catalanes -sin salirse en ningún momento del guion constitucional-, ni mensajes de juntos pero no revueltos a la izquierda radical. Estuvo contundente, pero al mismo tiempo cercano.
Todavía es pronto para aventurar que pueda suceder en las elecciones de dentro de dos años. Pero si el gobierno que preside Sánchez sostiene el tono de moderación que ha mantenido hasta ahora, sin renunciar al mismo tiempo a llevar adelante reformas sociales y a regenerar la vida política en España, es fácil suponer que las gane con una mayoría holgada.
Lo diré una vez más. El cambio que ha experimentado la dialéctica de Pedro Sánchez en los últimos meses me ha dejado gratamente sorprendido. Espero que no sea una alucinación pasajera o un espejismo evanescente. El tiempo lo dirá.