Los que se consideran progresistas, y en consecuencia votan a partidos de izquierdas, deberían tener bien aprendido que no es posible cambiar la sociedad de la noche a la mañana, que las cosas de palacio van despacio. Los que están convencidos de que las reformas se pueden hacer con tan sólo disponer de voluntad política, o nadan en la utopía o ignoran la realidad que los rodea. Es muy bonito recrearse en ensoñaciones utópicas, pero no sirve de nada. Es tranquilizador suponer que el mundo es distinto a como es, pero se trata de una presunción que lleva al autoengaño y por tanto a la ineficacia.
Manta a manta las viñas no son tantas, un refrán que tenía olvidado y que alguien me ha recordado hace muy poco. Las grandes transformaciones requieren tiempo, no se consiguen de sopetón. La vehemencia es enemiga del progreso, porque no deja tiempo suficiente para vencer resistencias, para convencer, para ganar adeptos; porque la fogosidad y el apasionamiento provocan reacciones en contra, miedos innecesarios. Es cierto que para romper inercias es preciso hacer un gran esfuerzo, pero no confundamos la intensidad con la rapidez. No por mucho madrugar amanece más temprano, otro proverbio que me viene a la memoria.
La sociedad progresa día a día en derechos y en libertades. Éste es un hecho incuestionable, aunque los retrocesos reaccionarios que se producen de cuando en cuando parezcan desmentirlo. Además, me atrevería a decir que muchas veces la reacción se origina porque el desmedido ardor reformista la resucita, porque las ganas de cambiarlo todo deprisa y corriendo provoca su rebrote. Los retrocesos en política suelen ser producto del miedo, de la falta de comprensión de las propuestas progresistas, de no entenderse muy bien a que tanto denuedo, a qué tanto furor. El radicalismo asusta porque no se entiende. El extremismo espanta. El maximalismo se digiere mal.
Cuando ahora oigo a algunos desde la izquierda acusar al gobierno de no haber sido suficientemente valiente para cambiar ciertas leyes en tan poco tiempo, me hago cruces. Son acusaciones que demuestran mala voluntad o ignorancia. Contra lo primero no tengo antídoto. Para lo segundo, recomendaría a los vehementes que no perdieran la calma, que analizaran con detenimiento el entorno, que meditaran sobre el hecho de que vivimos en una sociedad compleja, en la que existen grandes resistencias, en la que las cortapisas al progreso son muchas y muy variadas, en la que los enemigos de las reformas cuentan con una enorme cantidad de armas para impedir los cambios.
En democracia no hay más que un camino para hacer reformas, el que otorga una mayoría suficiente en las cámaras de representación. Todo lo demás es pura farfolla, pólvora mojada, pataleo inútil. No se puede hacer reformas sin los votos necesarios que las respalden; es imposible cambiar la sociedad en contra de la mayoría de los votos populares. Por eso –vuelvo al principio- los progresistas nunca deberían perder de vista que, por mucho que se denuncien las injusticias, por muchas demostraciones callejeras que se hagan, por mucha algarabía y griterío que se gaste, si no se dispone de una gran mayoría parlamentaria que sustente al gobierno, no hay nada que hacer.
Por tanto, utilicemos la inteligencia y no nos perdamos en votos inútiles.