10 de febrero de 2019

La hora de los valientes, la hora de los cobardes

La cobardía en política consiste en rehuir los problemas que, aunque sean trascendentes para la convivencia entre los ciudadanos, gozan de impopularidad y por consiguiente se adivina el riesgo de que puedan pasar factura electoral. Por eso, cuando oigo a los tres cabezas visibles de la derecha que nos está tocando vivir en estos días llamar cobarde al presidente del gobierno, me sonrojo. Enfrentarse al desafío separatista con la esperanza de que mediante el diálogo y dentro de la legalidad constitucional se pueda desactivar el conflicto, no es una cobardía. Podría ser una ingenuidad, un intento inútil o un error de cálculo, pero nunca una cobardía. Los cobardes son los que no sólo no tienen el coraje necesario para enfrentarse con eficacia al reto, sino que además se aprovechan de él y lo utilizan como argumento electoral. Ni tienen el valor que se precisa para resolver el conflicto ni el más mínimo sentido de la responsabilidad que se le debe exigir a un político demócrata.

Estoy totalmente en contra de la independencia de Cataluña –ya lo he dicho aquí en muchas ocasiones-, pero soy consciente de que la quiebra social en aquella parte de España es una realidad incuestionable y, como consecuencia, estamos obligados a gestionarla con inteligencia, no con políticas maximalistas que sólo consigan agudizar y prolongar el problema.  Por eso me preocupa que, ante un reto como el que está sufriendo nuestro país, no se apoye al gobierno en la estrategia que ha escogido para defender la integridad territorial de nuestro país, tergiversando espuriamente la realidad con la acusación de que su presidente se ha convertido en cómplice de los separatistas. Es tan burdo lo que vocean, que produce rubor oírlo.

El separatismo, desde que gobierna Pedro Sánchez,  no ha dado un paso adelante en sus pretensiones, si acaso se ha debilitado. Mucha palabrería, bastante postureo ridículo y algo de algarabía callejera. Una huida hacia adelante sin salida. Ni ha progresado en apoyos internacionales ni, según las encuestas, ha aumentado el número de seguidores. No sólo eso, sino que en su frente se han abierto profundas discrepancias y muchas dudas sobre la estrategia a seguir. Por tanto, las acusaciones carecen de fundamento. Lo que sucede es que la derecha de este país se ha echado al monte y, como no debe de encontrar debilidades reales en las acciones del gobierno actual, ha escogido un camino muy peligroso para la convivencia entre los españoles.

La historia del relator ha resultado un auténtico esperpento. Su anuncio, en mi opinión,  ha sido un error por parte del gobierno, que no supo medir bien el alcance de una iniciativa que, además de carecer de sentido práctico, se prestaba a interpretaciones fraudulentas por parte de los que están siempre dispuestos a sacarle punta a las palabras. Pero de ahí a dar sentido a manifestaciones “patrióticas” en defensa de la unidad de España hay un abismo. La dispersa derecha -que no es lo mismo que fraccionada- no sabe ya que hacer, y acude al tremendismo, a la demagogia populista y a eslóganes como el de “acudamos a Colón para salvar a España”, un estilo que yo, en mi optimismo, creía completamente desterrado de nuestras fronteras. Un planteamiento “guerracivilista”, permítaseme la expresión en sentido figurado. Porque la derecha española ha pasado de ser muy conservadora, como lo ha sido siempre, a extremadamente reaccionaria, como lo es en estos momentos.

Ahora que el gobierno ha anunciado que las conversaciones con la Generalitat se han interrumpido porque no está dispuesto, como nunca estuvo, a transigir con el referéndum de autodeterminación ni con otras pretensiones anticonstitucionales que reclaman los independemtistas, me gustaría saber qué van a decir los ultramontanos. Pero estoy seguro de que digan lo que digan no me sorprenderé, porque ya estoy curado de espantos.

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