El 21 de junio -por cierto, el día de mi onomástica- llegó el verano. Como este año hemos gozado en Madrid de unos días de fresquito extemporáneo, yo ni me había enterado. Ha sido necesario ver como se llenaban las playas mediterráneas de fogatas nocturnas -las de san Juan- para que me diera cuenta del cambio de estación. Estas hogueras, de evidente sabor pagano, que perpetúan aquellas con las que las viejas civilizaciones celebraban el solsticio de verano, siempre han sido para mí el aviso de que ya habíamos entrado en la época estival.
Pero el verano sería sólo una estación más de las cuatro que componen el año, si no fuera porque durante ellas el común de los mortales toma sus vacaciones anuales. Los estudiantes cuelgan los libros una temporada, los trabajadores intentan olvidarse de los sinsabores del obligado trabajo y el mundo en su conjunto parece ralentizar el ritmo. Son el merecido descanso anual, que algunos pasan, como en los viejos sainetes, asomados al balcón de sus casas, en camiseta y con el botijo al lado. No hay actividad en el mundo que no nos recuerde la injusticia social.
Los políticos nos abandonarán por unos días -muy pocos, por cierto- y nos encontraremos huérfanos de sabias palabras y de consejos desinteresados. Aunque, como estamos acostumbrados a su ausencia periódica, la carencia de liderazgo no se nos hará muy larga. Pronto volveremos a verlos pasear por los pasillos del Congreso y a oír sus arengas, desde la plaza de Colón o desde Vistalegre, y comprobaremos que el reposo estival no ha mermado ni un ápice su capacidad intelectual. No creo que a alguno de ellos se le llegue a olvidar aquel epíteto tan cariñoso y erudito de miente usted más que habla. En cualquier caso, no hay que alarmarse, porque las vacaciones distienden el ánimo, pero no atemperan los instintos.
Los demás, quiero decir los de a pie, aunque las estadísticas nos digan que la pandemia remite en virulencia, no deberíamos bajar la guardia. A mí personalmente me da miedo salir este año al extranjero, pero como el vicio de viajar me domina, algún circuito interior ronda por mi cabeza. Es una buena ocasión para recorrer los viñedos riojanos, los valles vascos o las Rías Bajas y, quizá, si hubiera tiempo y presupuesto, la Axarquía malagueña. Carretera y manta, que decían nuestros abuelos, o tira millas que dicen los de ahora.
También tendré mi correspondiente dosis de playa en Chiclana, quiero decir de chiringuitos, porque la arena con los años se me ha hecho insoportable y la piel, en vez de tostarse y mejorar mi aspecto, se exfolia impertinentemente y me obliga a visitar al dermatólogo. Y, por supuesto, algunos días en el pueblo de mis ancestros, que hoy es el mío, con fiestas o con no fiestas, que lo del virus ha estado a punto de acabar hasta con las charangas, los toros de fuego y las peñas en los corrales.
En definitiva, lo de siempre. Porque el veraneo no deja de ser un cambio de ritmo, o al menos un intento de cambiarlo, la ilusión de vivir una vida distinta de la habitual, aunque cuando uno lo piensa mejor se da cuenta de que en realidad no es otra cosa que más de lo mismo, con más calor, con más aglomeración humana y, en cierto modo, con bastantes menos ganas de hacer cualquier cosa que merezca la pena.
En cualquier caso, no creo que, a pesar del verano, yo sea capaz de resistir la tentación de seguir escribiendo en este blog, aunque quizá me lo tome durante estas semanas con más tranquilidad. O vaya usted a saber.