14 de febrero de 2022

Pederastia en las instituciones

La pederastia, el abuso sexual a menores, siempre me ha parecido un delito execrable, un auténtico crimen. Que un niño, cuya mente está todavía en proceso de desarrollo, sea víctima por medio de engaños, embelecos o argucias -cuando no de amenazas o intimidaciones- de los instintos depravados de un adulto, es algo absolutamente deleznable, impropio del mundo civilizado. El hecho de que el intelecto del menor esté todavía sin formar propicia que cualquier factor procedente de su exterior cause en su todavía maleable personalidad daños irreparables. Pero, aunque las leyes traten de proteger a las víctimas, lamentablemente es un crimen que está a la orden del día.

Es cierto que este delito no distingue entre pederastas de una clase y pederastas de otra. Pero no lo es menos que, cuando se prodigan dentro de un determinado colectivo, es preciso, además de perseguir y castigar a cada uno de los delincuentes en concreto, poner atención en el entorno que propicia los abusos y examinar las causas. Supongo que cualquiera que esté leyendo esta reflexión sabe muy bien a qué me refiero, a la Iglesia Católica, de cuyas instituciones nos llega todos los días alguna nueva denuncia de pederastia.

Yo, como tantos otros españoles, me eduqué en colegios religiosos; y puedo asegurar que jamás observé, ni en mí ni a mi alrededor, nada que me hiciera sospechar lo que ahora, al cabo de tanto tiempo, estoy descubriendo. Lo digo para dejar sentado desde el principio que no sostengo que la acusación pueda extenderse al colectivo en su conjunto. Ahora bien, los casos son muchos, muy diversos y por lo general en países donde la Iglesia Católica goza de cierta consideración, por no decir de un estatus especial; de manera que estoy convencido de que, a la vista de las denuncias, es un asunto que requiere por parte del Estado de una atención específica. Por eso aplaudo la decisión de formar una comisión de expertos que analice, con absoluta objetividad, qué ha pasado y qué sigue pasando.

Supongo que las causas son muy diversas, aunque me imagino que la confianza que en principio ofrece un religioso, en el amplio sentido de la palabra confianza, está entre ellas. Un niño se acerca a un hombre de la iglesia convencido de que nunca recibirá de él nada que le perjudique, sino todo lo contario. De manera que el pederasta, amparado por su manto de hombre bueno -por no decir santo ante los ojos de un niño-, cuenta con una ventaja que de otro modo puede que no tuviera.

La Iglesia Católica en su conjunto ha preferido ocultar los escándalos, guiado por un principio de autoprotección y de cautela mal entendido, actitud que en vez de corregir estos abominables delitos los ha fomentado, aunque por supuesto no fuera esa su intención. Ahora empiezan a alzarse voces en su interior -la del papa Francisco es una de ellas-, pero tengo la sensación de que lo hacen con demasiada mesura, con un tacto que va más allá de la prudencia. Son los primeros que están obligados a quitarse esta lacra de encima, porque evidentemente está mermando la credibilidad de sus instituciones a pasos agigantados.

En los últimos días, he observado con perplejidad como los reaccionarios de siempre han empezado a moverse inquietos a causa de las denuncias de estos escándalos, por un lado tratando de que la investigación no se limite al entorno religioso y, por otro, sacando a relucir las aportaciones positivas a la sociedad de muchas organizaciones católicas. Con lo primero tratan de diluir la responsabilidad entre muchos -no sólo hay pederastas en las instituciones religiosas, explican- y, con lo segundo, compensar el descrédito con las bondades de la caridad -hay corruptos, pero también santos, justifican-, como si las manzanas podridas dejaran de oler mal mezclándolas con las sanas. En cualquier caso, un intento de minimizar el impacto negativo de las denuncias.

Yo espero que la comisión de investigación vaya adelante, al mismo tiempo que confío en que ni la Iglesia ni los reaccionarios laicos obstaculicen sus trabajos. La sociedad en su conjunto saldrá ganando.

2 comentarios:

  1. Cuando hay suciedad, unos pueden optar por esconderla debajo de la alfombra o por pasar el aspirador, aunque haga éste un ruido infernal. Lo malo para los primeros es que casi siempre, pronto o tarde, alguien levanta la alfombra.

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  2. Alfredo, totalmente de acuerdo. Hay que levantar las alfombras.

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