Sexualidad y religiosidad son dos conceptos que han estado reñidos a lo largo de la Historia. Si excluimos algunas variantes paganas, en las que el erotismo -mejor dicho, la prostitución encubierta- formaba parte de determinados rituales, las religiones por lo general, al menos las monoteístas, han contemplado con cierta prevención las relaciones sexuales o, al menos, las han mirado con recelo. La Católica, Apostólica y Romana –la que yo más conozco, aunque no practique- así se ha comportado a lo largo de los siglos y así lo sigue haciendo en la actualidad, hasta el punto de obligar a sus sacerdotes y religiosos a mantenerse en el más estricto celibato, lo que significa, no lo perdamos de vista, no sólo la prohibición del matrimonio, también la obligada exclusión de cualquier práctica sexual.
Hace unas semanas hemos sabido que el sacerdote y teólogo Krzysztof Charamsa, de cuarenta y tres años de edad, oficial de la Congregación para la Doctrina de la Fe, profesor de teología en las universidades Pontificia Gregoriana y Pontificia Regina Apostolorum, las dos sitas en Roma, ha sido suspendido de todos sus cargos por declarar públicamente su homosexualidad y presentar ante los medios de comunicación a su pareja sentimental.
Llegado a tan delicado asunto, debería recordarme a mí mismo aquello de que doctores tiene la iglesia y aceptar que no soy quién para emitir un juicio de valor sobre la controvertida decisión vaticana. Pero como me ha llamado poderosamente la atención cierta contradicción, voy a dar mi punto de vista, aun consciente de que habrá quien no coincida conmigo.
Empezaré por manifestar que al sacerdote y teólogo en cuestión no se lo retira de sus cargos por incumplir su condición de célibe, sino por mantener relaciones sexuales con una persona de su mismo sexo. Se condena su homosexualidad, no el ejercicio de su sexualidad. ¿Qué hubiera sucedido si su relación sentimental fuera heterosexual? Posiblemente nada en absoluto, más allá de un cierto escándalo que hubieran intentado tapar de inmediato.
Lo que sucede es que la jerarquía católica tolera o acepta las prácticas sexuales de sus sacerdotes cuando éstas son “normales”, es decir, con personas del otro sexo, mientras que castiga las “anormales”, o sea, las homosexuales. Estamos ante un evidente caso de homofobia, disfrazado de medida doctrinal. Nos encontramos ante una actitud que no castiga el incumplimiento del voto de castidad, sino la tendencia sexual de quien lo incumple.
Es curioso observar cómo en las sociedades cristianas –también en las judías y en las mahometanas- prolifera la homofobia, por mucho que el avance de las libertades defienda el libre ejercicio de las tendencias sexuales como un derecho inherente al ser humano. Pero es que, claro, las religiones impregnan con su doctrina los hábitos ciudadanos, porque al fin y al cabo son parte de la cultura de los pueblos. Conozco ateos que son homófobos y a personas de tendencia progresista que no pueden disimular su aversión hacia los homosexuales, en ocasiones visceral. Ni creen en Dios los primeros, ni pretenden ser intolerantes los segundos, pero la pátina de cultura religiosa que los cubre los impulsa a ejercer esta repulsa. No son conscientes, pero actúan de acuerdo con ciertos principios religiosos y conservadores
El papa Francisco, que hasta ahora nos había dado buenos ejemplos de tolerancia y “aggiornamento”, no debería haber consentido el castigo al cura gay. Con este gesto ha dilapidado ante mis ojos buena parte del prestigio alcanzado.