Tengo la impresión de que, en contra de lo que las noticias repiten con insistente machaconería, el ejército turco no ha dado un golpe de estado, al menos como institución. Es más, da la impresión de que quien en realidad estuviera involucionando aquel país fuera Erdogan, paradójicamente su presidente constitucional, bajo el pretexto de que la legalidad corre peligro. Si los militares hubieran querido de verdad hacerse con el poder, lo hubieran conseguido con relativa facilidad, porque estamos hablando de uno de los ejércitos mejor organizados y equipados del mundo, salvedad sea hecha de los de las grandes potencias. Lo que en mi opinión ha sucedido es que unos cuantos mandos, mal coordinados y peor informados, han intentado mediante una maniobra precipitada arrastrar a sus compañeros, sin conseguirlo.
La sociedad turca está dividida desde hace muchos años en dos facciones irreconciliables, a las que por simplificar podríamos denominar respectivamente laica y religiosa. La primera, la de los seguidores de las doctrinas de Kemal Ataturk, el padre de la Turquía moderna, aquel que durante su mandato como presidente de la república modernizó el país, acercándolo a occidente, alejándolo de las corrientes islamistas y relegando la religión a las mezquitas. La segunda, formada por mahometanos convencidos, que en los últimos años están intentando, desde la legalidad constitucional, pero a través de complicadas maniobras, acabar con el laicismo y devolver el control de la sociedad a los imanes. Las fuerzas armadas turcas siempre se han considerado defensoras del laicismo, mientras que el actual gobierno del país avanza poco a poco en sus tareas para convertir a Turquía en una república islámica.
Este golpe de estado, fracasado desde el primer momento de manera inexplicable, le ha dado a Erdogan pretextos adicionales para continuar con su carrera hacia la restitución del islamismo como norma de conducta social en Turquía. El mundo occidental mira con inquietud la deriva autoritaria del presidente de la república, sin atreverse a emitir juicios de valor más allá de algunos comentarios aislados. En realidad lo que sucede es que por un lado no puede aprobar bajo ningún pretexto un golpe de estado anticonstitucional, pero por otro le preocupa que el que hasta ahora ha sido un fuerte e incondicional aliado –no olvidemos que Turquía pertenece a la OTAN y pretende entrar en la Unión Europea- se aleje cada vez más de las posiciones europeistas que hasta ahora mantenía.
Tan extraña resulta la situación, que a mí no me sorprendería una repetición de la asonada, pero esta vez sin improvisaciones. Las masivas detenciones de militares y jueces demuestran que el gobierno teme un nuevo golpe de estado y no encuentra otra manera de atajarlo. Pero lo que en realidad está consiguiendo es dividir al país peligrosamente y colocarlo al borde de una confrontación civil. Serán entonces los militares los que tendrán un pretexto para erigirse, una vez más, en los árbitros de la situación. Occidente no lo aplaudirá, porque no puede vitorear un golpe de estado, pero algunos de sus dirigentes dormirán más tranquilos.
Estemos al tanto, porque hay indicios que apuntan en esa dirección.