Las grandes palabras que utilizan los políticos, las expresiones grandilocuentes con las que acostumbran a componer sus discursos suenan, cada día más, a retórica vacía e ineficaz. Libertad, justicia, solidaridad, democracia o tantos otros vocablos de grueso calibre, de tan extenso contenido que sin concreción poco significan, brotan de sus bocas con tanta facilidad y frecuencia que terminamos oyéndolos de la misma forma que si oyeramos llover, como si formaran parte del paisaje. Un derroche de prosopopeya inútil y de juego de artificios lingüísticos, que no son más que palabrería banal e intento de disimular con exceso de suntuosidad verbal la falta de contenido de la mayoría de sus mensajes.
Muchas de esas palabras se utilizan para condenar la corrupción. La mayoría de los políticos se rasgan las vestiduras ante las indecencias de los demás, anatemizan a sus adversarios, prometen medidas ejemplares y gritan a los cuatro vientos que para decentes ellos. Pero cuando les toca el turno, cuando les afecta a ellos, o callan como bellacos o miran para otro lado o intentan justificar lo injustificable. En definitiva, practican la ley del embudo -lo estrecho para ti y lo ancho para mí- como si existieran dos clases de corrupción, la que practican ellos y la que incumbe a sus rivales políticos.
Incluso, como sucede estos días con alguno de los casos que están en candelero, tergiversan el sentido semántico de algunas expresiones jurídicas -la figura del investigado, antes imputado, sería un caso-, retuercen el sentido de los compromisos adquiridos con otras fuerzas para luchar contra la corrupción y se desdicen de lo dicho, con tanta alegría, con tan pródiga desfachatez que daría risa si no fuera porque se trata de un asunto de la mayor transcendencia.
Mientras que algunas de las decisiones que han tomado los tribunales de justicia en los últimos días me han dejado cierto poso de inquietud, al mismo tiempo me ha parecido observar que algo se está moviendo en el seno de la judicatura, un movimiento lento y algo soterrado que pudiera significar el principio de un plante a favor de la independencia del poder judicial frente al ejecutivo, una llamada de atención de los juristas al gobierno. La reacción de éste, con el ínclito ministro de justicia, Rafael Catalá, a la cabeza, parece clara y contundente, controlar a los fiscales díscolos. Sin embargo, ni así las tienen todas consigo, porque muchos de éstos, a pesar de que se vean obligados a actuar a las órdenes de sus superiores jerárquicos, pueden, si quieren, mover muchos hilos para desentrañar los casos de corrupción, como parece que lo están haciendo.
Oía el otro día en la radio a la corresponsal de un periódico francés en España confesar que, hace poco tiempo, cuando saltó el caso Noos, escribió en su periódico que la infanta Cristina nunca llegaría a sentarse en el banquillo de los acusados. Reconocía que se había equivocado y sacaba la conclusión de que las cosas están cambiando en España, porque, con condena o sin condena, la situación procesal de la hermana del rey, en su opinión, ha sido ejemplarizante, tratándose de quien se trata.
Todos los años se publica un índice a nivel internacional que se denomina Percepción de la Corrupción. Este indicador otorga un 100 al país menos corrupto y un 0 al que albergue mayor corrupción en su administración pública. España en 2016 obtuvo una puntuación de 58, con la cual ocupa el puesto 41 de los 176 países que componen la relación. En el año 2015, aunque tuviéramos la misma puntuación, ocupábamos el puesto 36. Hemos descendido, por tanto, en el baremo, porque seguramente otros habrán puesto más empeño que nosotros en corregir esta lacra.
Confiemos en los jueces y en los fiscales, que son los que de verdad pueden combatir la corrupción con eficacia. Mientras tanto tendremos que seguir oyendo muchas palabras huecas y observando pocos resultados prácticos por parte de los políticos.