12 de mayo de 2017

Aporofobia (rechazo a los pobres)

Oí el otro día defender a una lingüista en la radio, en uno de esos programas “cultos” de los que intento de vez en vez sacar alguna utilidad, aunque no sé si con provecho, que la palabra aporofobia -vocablo que no registran ni el Diccionario de la Real Academia ni el María Moliner- debería utilizarse para designar el rechazo a los pobres, a los marginados, a los necesitados de lo más imprescindible. No voy a entrar en consideraciones etimológicas- aunque me encantaría hacerlo porque el origen de las palabras siempre ha suscitado mi curiosidad-, sino que, partiendo de que su uso me parece muy apropiado (a: sin; poro: salida; fobia: rechazo), me limitaré a reflexionar sobre esta, a mi juicio, deformación de la mente humana.

En una reciente viñeta de El Roto, nos decía el genial dibujante que la conciencia es el peor de nuestros enemigos internos y que cuando se detecta su presencia hay que avisar inmediatamente a las autoridades. Al principio sonreí, pero enseguida, cuando reparé en la sutil y al mismo tiempo cruel ironía, comprendí la sabiduría que encierra el mensaje. En el caso que nos incumbe, aunque la marginación del prójimo provoque por lo general en nuestra mente un primer destello de compasión, solemos hacer caso omiso de su presencia y miramos hacia otro lado como si la miseria de los demás nada tuviera que ver con nosotros. Superada la sorpresa, tras ese fugaz relámpago de conmiseración, entra en juego inmediatamente la aporofobia.

Pero lo peor de todo ello es que, aunque no avisemos a las autoridades, como aconsejaba la citada caricatura, ponemos inmediatamente en juego toda una batería de justificaciones interiores, para evitar que la mala conciencia por la dejadez o inoperancia dañe nuestro sosiego. Una de ellas, muy común por cierto, es aquella que achaca al necesitado toda la responsabilidad de su situación; si esta persona está así es porque se lo ha ganado a pulso. Y otra, no sé si tan frecuente como la anterior, sería la que justifica la apatía, incluso el abierto rechazo hacia los pobres, en el temor a que la miseria los haya convertido en seres peligrosos.

Tengo la sensación de que la aporofobia, entendida como yo trato aquí de describirla, es un vicio común, una deformación de la mente de la que muy pocos se libran. Digo muy pocos, porque las excepciones existen, aunque creo que son tan escasas que resulta difícil encontrar ejemplos. Por supuesto que no me sirven como tal las figuras emblemáticas de la dedicación a los demás (Teresa de Calcuta sería un ejemplo), porque en mi opinión su regate a la aporofobia tiene justificaciones ajenas por completo a la auténtica empatía por los pobres, lo que no me impide reconocer la loable dedicación de este tipo de conocidos personajes a los más necesitados. Insisto, para que no haya dudas al respecto: aplaudo su comportamiento, admiro su actitud hacia la marginación, pero no entran en las excepciones que busco en esta reflexión.

Para encontrar salvedades a la actitud de rechazo a los pobres habría que explorar en el anonimato, en el mundo de aquellos que, venciendo sus temores a la marginación de los demás, dedican sus vidas o partes de las mismas a mitigar en lo posible la angustia de los necesitados. Y por eso, porque suelen ser seres que actúan en silencio, apartados de los focos mediáticos, es difícil encontrarlos, aunque existan. Es el mundo de los voluntarios de toda clase que, por razones que sólo anidan en sus conciencias, vencen la aporofobia y convierten el instintivo rechazo a la pobreza en combate a la miseria y a la marginación.

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