Hace unos días me vi envuelto en una discusión –bastante agria en las formas, todo hay que decirlo- sobre la conveniencia o inconveniencia de separar en los colegios a los chicos de las chicas durante las enseñanzas primaria y secundaria. Mis interlocutores eran personas procedentes de ese mundo que pudiéramos denominar católico preconciliar, mentalidades más próximas a la doctrina conservadora de Pio XII que a la del papa Francisco. Además, se trataba de titulados superiores y alguno de ellos, incluso, dedicado a la docencia universitaria. No estaba hablando con ignorantes, sino con personas que me merecen respeto intelectual, aunque discrepe de algunas de sus opiniones.
Tomando como base un caso real que afectaba muy directamente a la iniciativa de uno de los debatientes -colaborador activo en la promoción de un colegio religioso que separa a los chicos de las chicas, de muy reciente inauguración-, mantenían mis oponentes que la pedagogía moderna ha llegado a la conclusión de que cada sexo rinde escolarmente más si se le aísla del contrario que cuando chicos y chicas conviven en las mismas aulas. No aportaban datos, ni estadísticos ni reales, sólo impresiones extraídas de su particular experiencia, por no decir de sus convicciones religiosas. Ni que decir tiene que negué la mayor, porque soy un convencido de que los hombres y las mujeres deben compartir todas y cada una de las responsabilidades a las que hay que enfrentarse en la vida. Y en los colegios no sólo se aprenden materias escolares, también y sobre todo a vivir en sociedad.
A mí, que fui un sufridor de la enseñanza segregada por sexos –prácticamente la única que existía en tiempos del franquismo-, la tendencia que observo en algunas minorías a regresar a lo que la democracia desechó en cuanto tuvo la más mínima oportunidad, la inclinación a separar a los alumnos en aulas femeninas y masculinas, el movimiento hacia la segregación por sexos en los colegios, como si de especies diferentes se tratara, me parece un intento de retorno a las cavernas, por mucho que algunos barajen como argumento aquello de que la convivencia distrae las mentes. Pues bien, si las distrae que las distraiga, ya que al fin y al cabo la atración sexual es una condición humana que siempre estará presente en la sociedad y sobre la que conviene educar desde que se ingresa en la escuela.
Mucho me temo que esta disposición haya que identificarla con un modo fundamentalista de entender la religión -las chicas con las chicas y los chicos con los chicos-, proclividad por cierto que comparten todos las religiones, se ponga el foco donde se ponga. Es curioso observar que cuando la católica, apostólica y romana había superado en España con holgura estos prejuicios, surjan ahora grupúsculos reivindicativos de unas prácticas que habían desaparecido casi por completo. Es difícil de entender, pero lo cierto es que siempre ha habido personas más papistas que el papa.
Creo que se trata de un intento pasajero y que las aguas volverán al cauce de la cordura pedagogica. Pero mientras tanto tendremos que soportar la presión de un poder fáctico que intenta recuperar posiciones que creía haber perdido.
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