Está de moda en política minusvalorar e incluso despreciar todo aquello que pertenezca al pasado más o menos reciente, a la etapa que se abrió tras la muerte de Franco. Parece como si de repente algunos descubrieran que hasta ahora nada ha avanzado y todo sigue igual que cuando acabábamos de salir de la dictadura. No sólo eso, sino que hay quienes consideran, o dicen considerar, que se han dado pasos atrás. Una auténtica aberración que sólo tiene dos posibles explicaciones, o la del sectarismo político irrecuperable o la de la ignorancia supina y galopante. No reconocer los avances que ha experimentado nuestra sociedad en los últimos años del siglo XX y en los que han transcurrido desde que se inició el XXI es tan necio que preocupa, por la cerrazón que implica, a las mentes bien intencionadas.
Que nadie piense que cuando digo lo anterior me guía la complacencia o la resignación, dos vicios que no profeso. Todo lo contrario, creo que hay tantas cosas por hacer y tantas otras que cambiar que mirar hacia atrás pudiera significar perder un tiempo precioso. Pero como lo cortés no quita lo valiente, opino que no está de más reconocer los avances, aunque sólo sea para aprender de lo hecho o para, en su caso, coregir errores y acelerar el progreso. Pero sucede que para algunos de los recién llegados a la política la mejor de sus estrategias es denigrar lo conseguido, hacer tabla rasa de lo existente e intentar construir sobre las cenizas de lo anterior. Es mucho más fácil destruir que edificar, demoler que erigir, sobre todo cuando no se sabe muy bien qué hacer.
Sostenía yo el otro día, en una conversación entre amigos, que durante los catorce años que Felipe González ocupó la presidencia del gobierno de España nuestro país había dado un enorme salto, desde la mediocridad a la modernidad, desde la insignificancia a la vanguardia, de tal manera que después no la reconocía ni la madre que la parió, como en su día vaticinó con avispada jocosidad Alfonso Guerra. Pero ahora hay quienes pretenden echar por tierra aquella etapa, no sólo entre los adversarios políticos del partido socialista -lo que no debería sorprender a nadie-, también dentro de las propias filas del PSOE. Los primeros siempre lo han hecho, pero llama la atención que de un tiempo acá lo hagan unos cuantos de los segundos.
Ya sabemos que para algunos en política todo está permitido, que las maniobras partidistas a veces vulneran los principios éticos más elementales y no pasa nada. Pero resulta grotesco, ridículo hasta el esperpento, que una parte de los que hasta hace muy poco fueron fervientes socialistas, defensores de un partido unido, de su ideología progresista y de la disciplina interna irrenunciable si se pretende ser eficaz, se hayan convertido de la noche a la mañana en furibundos enemigos de su propia historia. Da que pensar, como decía un amigo mío cuando no quería ser más explícito en sus comentarios.
Lo que digo no es un lamento nostálgico, sino una llamada a la reflexión. Destruir para construir sobre las cenizas es propio de vándalos, a quienes no interesa que quede nada, ni siquiera vestigios de lo que hubo. Edificar sobre lo existente es lo que hacen las personas inteligentes, aquellos que consideran que no hay que inventar nada que ya esté inventado.
Lo que sucede es que no siempre la inteligencia es la que guía nuestros pasos, sino que a veces nos mueven o el odio o el sectarismo o la ignorancia, o todos ellos a la vez.
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