Creo que hay pocas cosas que dividan tanto la opinión de la especie humana como la afición a los perros. Hay quien los considera algo así como la quintaesencia de la ternura, un símbolo de fidelidad llevada al extremo o la expresión suprema de la inteligencia animal, y los pasean por la calle y hablan con ellos, cuidado no cruces que te puede atropellar un coche o ya te he dicho mil veces que seas bueno y no te hagas caca aquí. Y aunque no esperan contestación, porque supongo que hasta ahí no llega su confianza en las cualidades del canis lupus familiaris, quedan convencidos de que sus consejos y advertencias calan en la mente del animal como las doctrinas de Aristóteles en los peripatéticos de la escuela filosófica de Atenas. Pero también existe el que cuando se dirige a ellos tuerce la boca, levanta un pie en actitud amenazadora, agudiza el tono de su voz hasta la histeria y les espeta quítate de mi vista chucho. Ni en política, que ya es decir, he encontrado yo tanta adhesión o tanto rechazo a una causa, tanta entrega o tan desmedida falta de consideración.
En realidad yo no estoy ni con unos ni con otros. Ni les hablo ni los maltrato. A mí simplemente los perros me dan miedo. Nunca he consultado a un psiquiatra ni pienso hacerlo, porque en realidad mi espanto es controlable y por tanto no creo necesario acudir a ayudas terapéuticas. Simplemente me mantengo lejos del alcance de sus mordiscos tanto como puedo. Lo que sucede es que, como estos amigos del hombre disponen de un magnífico olfato, huelen mis incontrolados derrames de adrenalina, me persiguen por todas partes, me gruñen sin consideración y me enseñan sus amenazadores colmillos. Un sino el mío terrible, un destino preocupante.
También es cierto que estos ataques de aprensión no me suceden con todos los perros, sólo con algunos. ¿Con cuáles?, me pregunto a veces intentando encontrar una relación causa y efecto que me permita alejarme de unos y aproximarme a otros, adoptar una estrategia de vinculación con ellos, un protocolo personal de interrelación humano perruna. Pero hasta ahora no he logrado descifrar la incógnita, a pesar de mis laboriosos intentos, lo que me obliga a vagar por este mundo como alma en pena entre las mascotas de quienes me rodean, que ajenos a mis temores los sueltan en mi presencia sin ninguna consideración.
Como soy consciente de que los animales no tienen la culpa de mis debilidades y también de que sus amos merecen a pesar de todo mi respeto, estoy inmerso en un mar de dudas. No sé si aislarme del mundo, recluirme en un apartado lugar en el que los perros estén prohibidos o, si no encuentro ese improbable paraíso, rogarles a sus dueños que los aparten de mí, los pongan a buen recaudo y no los dejen libres cuando estoy delante, a capricho de sus irracionales instintos.
Pensándolo bien, quizá este último sea el mejor camino y esta confesión el primer paso para acabar con mis angustias.