Cuando todavía no había cumplido los trece años, y por tanto cursaba tercero de bachillerato del plan de entonces, un traslado familiar por razones profesionales de mi padre me obligó a cambiar de colegio a mitad de curso. Había asistido los dos primeros trimestres a un centro escolar de Barcelona -La Salle Josepets- y nada más acabar las vacaciones de Semana Santa me tuve que presentar, a pecho descubierto y sin conocer a nadie, en un aula del Colegio Calasancio de Madrid. Nuevos compañeros, profesores distintos y algunas pequeñas diferencias en el contenido de las materias que se impartían.
Ha pasado mucho tiempo desde entonces y como consecuencia la imagenes que mi memoria retiene de aquel momento están algo difusas. Pero a pesar de ello no se ha borrado del todo el recuerdo de mi entrada el primer día en el aula acompañado por el prefecto -el padre David-, un hombre joven, de aspecto severo, hierático y circunspecto. El entró primero, altivo y sin abandonar la seriedad que lo caracterizaba, la clase entera se puso de pie con gran estruendo y yo lo seguí algo cohibido. Después me presentó con cierta gravedad protocolaria a los que serían mis compañeros a partir de aquel momento y me ordenó que ocupara el lugar que me correspondía por orden alfabético, entre un García (José Miguel) y un Gutiérrez (Antonio), maniobra que obligaría a moverse de su pupitre a todos los que venían a continuación.
Estaban en clase de francés, y el profesor de turno –el señor Sanjuán- me preguntó comment allez vous, a lo que contesté como un autómata bien… merci… monsieur... Había conseguido salir airoso de mi primera prueba, lo que me dio ciertos ánimos y me ayudó a introducirme en aquel nuevo ambiente escolar, que enseguida, pasada la primera impresión, empezó a dejar de parecerme hostil. Pronto, muy pronto, aquellas caras que me miraban al principio con curiosidad mal disimulada empezaron a hacérseme familiares; y aquellos chicos, que en mis temores anteriores imaginaba como potenciales enemigos, se convertirían enseguida en mis nuevos amigos, con los que compartiría a partir de entonces y durante los siguientes años alegrías y tristezas, éxitos y fracasos y premios y castigos. Hasta que se acabo el bachillerato e iniciamos la siguiente etapa de nuestras vidas.
En muchas ocasiones me he referido en estas páginas al efecto mariposa, una manera de denominar la secuencia de acontecimientos que se desencadenan a partir de un hecho concreto. De acuerdo con este principio de casualidad y causalidad, puedo asegurar que si mis padres hubieran decidido llevarme a otro colegio o si mi apellido no hubiera empezado por G mi vida habría sido distinta a cómo ha sido. En aquel momento estaba en plena adolescencia y empezaba a vislumbrar el mundo de los adultos. A partir de ese momento dejaría poco a poco de ser un niño y se iniciaría el desarrollo de mi futura personalidad. Y ésta, en gran medida, se moldeó en aquel nuevo colegio. El destino deambula con frecuencia por caminos insospechados.
Si cuento todo esto es para añadir que estoy en este momento con la ilusión puesta en recuperar el contacto con mis compañeros de aquella época. Me he sumado a la iniciativa de un buen amigo, que no sé hasta dónde llegará. Pero de lo que sí estoy seguro es de que si lo logramos me llevaré grandes sorpresas, porque en vez de aquellos jovenzuelos que dejé de ver hace muchos años, cuando cada uno de nosotros emprendió su propio camino en la vida, me encontraré con personas hechas y derechas de las que no recordaré casi nada. Pero confirmaré algo en lo que creo, que aquellos años escolares dejaron huellas imborrables en todos nosotros.