Cuando lo pienso, siempre llego a la misma conclusión, que no es cierto que a determinada edad se pierda interés por el mundo que le rodea a uno. Simplemente sucede que después de haber vivido un largo trecho de la existencia se llega al convencimiento de que no puede ourrir nada que no haya ocurrido ya y por tanto no se conozca Al fin y al cabo, lo que de verdad importa en la vida cambia muy poco a lo largo del tiempo. No me refiero a lo anecdótico o a lo circunstancial, a las modas o a los usos, sino a lo trascendente y a lo categórico, a lo que de verdad marca la vida de las personas. Las novedades suelen ser, como dice el sabio refrán castellano, los mismos perros con distintos collares.
Lo que ocurre es que se tarda algún tiempo en aprender esta lección. Pasamos gran parte de la vida pendientes de las posibles innovaciones que puedan cambiar nuestra visión del mundo y por tanto nuestras vidas. Y sólo cuando al cabo de los años llegamos al convencimiento de que nunca aparece nada digno de consideración, terminamos perdiendo interés por las novedades, que en cualquier caso no son más que futilezas y nimiedades. Supongo que cuando se alcanza ese estadio de la vida es cuando se ha llegado a lo que algunos llaman madurez.
Cuando se tiene la vida por delante es obligado mantener una cierta esperanza en que todo mejore, esperanza que constituye el impulso vital necesario para continuar en la brecha del acontecer diario. Sin embargo, cuando uno alcanza cierta edad, comprobada la utopía que encierra esa ilusión, lo único que se pretende es que las cosas por lo menos no empeoren. El largo proceso de maduración que experimenta el ser humano a lo largo de su existencia concluye precisamente con el descubrimiento de que hasta entonces ha estado persiguiendo cambios que nunca se darán. No me refiero a metas de carácter material, porque en el mejor de los casos quizá éstas se hayan alcanzado. Estoy pensando en esa vaga sensación de que cada amanecer nos tiene que traer algo distinto y por supuesto mejor.
No me gustaría que quien lea estas líneas sacara la conclusión de que estoy entonando un canto de tristeza o melancolía. Todo lo contrario, porque lo que digo es que cuando se llega al convencimiento de que no hay que esperar nada distinto de lo que ya se conoce, se ha alcanzado, como decía antes, la madurez plena, lo que en ningún caso puede ocasionar tristeza. Ni tampoco quisiera que alguien pensara que sostengo que con la edad se pierden los estímulos por continuar en el mundo activo. Nada más lejos de mi intención. Simplemente constato que llega un momento en el que, al ser consciente uno de que nada interesante le queda por descubrir, enfoca su interés hacia lo que de verdad merece la pena, lo cotidiano que le rodea, y abandona la búsqueda de novedades que nunca son tales.
Ya lo dijo Calderón: “¿Qué es la vida? Un frenesí” “¿Qué es la vida? Una ilusión”, “una sombra, una ficción”. Nuestro insigne hombre de letras lo descubrió muy pronto y llevó sus conclusiones a la literatura universal. Había descubierto lo que la mayoría tardamos algún tiempo en comprender y algunos nunca comprenden, que la vida es una nebulosa de anhelos y de afanes, de ambiciones y de pretensiones que no encuentran respuesta. Una fábula imaginada.
Hoy lo voy a dejar aquí porque me he dado cuenta de que me estoy poniendo demasiado lírico, cuando lo que a mí mejor me va es la prosa.Y también algo filósofo, terreno que me produce verdadero vértigo.