16 de enero de 2020

La ciudad que ya no existe

Hace muchos años, quizá más de treinta, hice un viaje en tren desde Londres hasta Southapton, una pequeña ciudad situada en el sur de Inglaterra, a orillas del canal de La Mancha. Ni que decir tiene que aproveché cada minuto y cada kilómetro de aquel breve recorrido de menos de dos horas para contemplar la campiña que se extiende por esa parte del Reino Unido, puesto que para mí resultaba una novedad. Pero curiosamente lo que más llamó mi atención de lo que vi fueron las estaciones de ferrocarril por las que pasábamos, que parecían extraídas de alguna película ambientada en el siglo XIX. Limpias, relucientes y funcionales, conservaban toda la belleza de la época victoriana, como si el tiempo no hubiera pasado sobre ellas.

Si aquel descubrimiento me sorprendió fue por contraste con lo que sucede en nuestro país, tan poco respetuoso con el patrimonio heredado. Me refiero no sólo a los monumentos romanos y a las catedrales góticas, sino también a las modestas construcciones civiles que han desaparecido y siguen desapareciendo todos los días bajo la piqueta de la irresponsabilidad. Sucede que el afán de modernización, unido a que son muchos los políticos que no resisten la tentación de dejar su impronta en los lugares que en algún momento les ha tocado administrar, no deja títere con cabeza. De tal manera que la fisonomía de nuestras ciudades nada tiene que ver con el aspecto que tuvieron en épocas pasadas.

Sé muy bien que las ciudades están vivas y que es preciso en ocasiones derribar lo viejo para construir lo nuevo con criterios actuales. Pero una cosa es modernizar y otra muy distinta arramblar con todo lo anterior sin miramientos, para, en el mejor de los casos, edificar con la vista puesta en la mejora de la ciudad o para, en el peor y más frecuente, especular. Madrid, la ciudad en la que vivo desde ya ni me acuerdo cuando, no se ha librado de los derribos a mansalva, de las apisonadoras interesadas. Por eso, cuando trato de localizar lugares que sé que existieron y no encuentro ni vestigios me deprimo.

Lo que sucede es que, haciendo de la necesidad virtud, la búsqueda de lo que la pica se llevó por delante ha llegado a convertirse en mí en una especie de entretenimiento, que me anima a pasear por la ciudad con un libro entre las manos. Últimamente estoy recorriendo los trazados que seguían las murallas de la capital de España –la musulmana (siglo IX) y la cristiana (siglo XI)-, en un intento de entender mejor su historia. Digo los trazados, porque lamentablemente apenas queda algún resto, más o menos escondido entre el caserío. Pero algo es algo, porque los historiadores, a golpe de conocimientos y no menos intuición, han conseguido determinar con bastante exactitud dónde estaban situadas. Recorrer detenidamente ese trazado ya inexistente resulta muy interesante, sobre todo cuando uno lo relaciona con la configuración actual del casco antiguo, que curiosamente refleja en cierto modo el recorrido de las murallas.

Estos paseos no tienen desperdicio, aunque, todo hay que decirlo, lo poco que se puede ver de lo que existió aparezca en estado lamentable, no porque el tiempo haya dejado su huella, sino por la desidia municipal y la barbarie ciudadana. A modo de ejemplo de lo que acabo de decir, dejo en este artículo una foto de unos restos de la muralla cristiana. Y no hago comentarios porque a mi juicio sobran.

Pero, a pesar de los pesares, animo a los amantes de pasear por la ciudad a que recorran a pie las desaparecidas murallas de Madrid. Estoy seguro de que disfrutarán.

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