Titulo este artículo con una frase proverbial cervantina, que viene al pelo del asunto. Las continuaciones con frecuencia se convierten en remedos torpes de las primeras partes, grotescos intentos de parecerse a lo anterior. Es un fenómeno que sucede además en muchos ámbitos de la vida, por lo que nada tiene de particular que la política no se libre de sus consecuencias. La señora Arrimadas, tras la renuncia de su jefe de filas, el señor Rivera, a continuar en la brecha, tuvo una magnífica oportunidad de cambiar el rumbo errático de su partido, reconducirlo hacia el verdadero centro político y situarlo en posiciones intermedias entre los dos frentes que el intento de bloqueo había abierto en la política española. Pero en vez de hacerlo prefirió continuar con la extravagante andadura que llevó a Ciudadanos al fracaso electoral más contundente que yo recuerde. Ha optado por escribir una segunda parte.
Las actitudes de la señora Arrimadas se parecen tanto a las de su anterior líder que si no fuera por la voz femenina que la distingue uno no sabría si está hablando Albert o Inés. Aunque, pensándolo mejor, debo reconocer que hay algunas diferencias, porque las patéticas recomendaciones a los barones del partido socialista para que traicionaran a su jefe de filas o las ridículas y estériles llamadas a la deserción dirigidas a los diputados del PSOE son palabras que nunca se las oí pronunciar al señor Rivera. Con estas melodramáticas imploraciones, repetidas una y otra vez en un tono de súplica plañidera, ha conseguido diferenciar algo su discurso del de su antecesor. Aunque lamentablemente se trate de diferencias que empeoran el modelo imitado.
El debate de investidura nos ha regalado una gran cantidad de anécdotas dialécticas, algunas divertidas, otras algo repulsivas, sin que hayan faltado las que rezuman odio y rencor por cada una de sus sílabas. Con todas ellas podría documentarse un tratado de oratoria que explicara a los alumnos lo que debe decirse y lo que no conviene mencionar en una tribuna. Pero sólo voy a citar hoy una que logró dibujar cierta sonrisa en mis labios, aunque supongo que a más de uno se le saltaría la hiel al oírla. Fue cuando el candidato dijo aquello de que las tres derechas eran tan iguales que resultaba difícil encontrar diferencias entre ellas. Si acaso, añadió, Vox representaría una extrema derecha de tapa dura, el PP de tapa blanda y Ciudadanos una edición de bolsillo.
Siento sinceramente que las cosas sean así, porque a mí me gustaría que existiera un centro de verdad, no de pacotilla. Viviría más feliz pensando que las diferencias entre mi pensamiento y el de los que se situan a mi derecha son menores, no como sucede en estos momentos, que son tan grandes que en ocasiones me producen vértigo. Las posiciones de centro suelen estar ocupadas por partidos que no miran con desconfianza ni a la derecha ni a la izquierda. Ocupan una posición bisagra que les permite apoyar uno u otro lado en función de las circunstancias y de la coyuntura política, con lo que gozan de un gran poder de influencia, ya que los partidos colindantes se ven obligados a moderar sus discursos políticos para no parecer extremistas.
Ciudadanos hoy, como le sucedió a UPD en su día, ha fracasado en el intento de ocupar el centro. Y si ha fracasado hay sido porque en realidad no nació con vocación centrista, sino con la pretensión de desplazar al PP. Vano intento, diría yo, porque a los partidos consolidados como el popular no es fácil sustituirlos. Suelen estar sólidamente implantados, los electores los identifican con facilidad y rechazan el quítate tú para que me ponga yo. A Rivera se le vio el plumero del sorpasso; a Arrimadas el de la lucha por la supervivencia a costa de lo que sea, incluido el tamayazo.
Mientras tanto, el centro ni está ni se le espera. Los que sí están son los de Vox, a quienes, entre otros, Rivera y Arrimadas han ayudado a encumbrar. Si eso es el centro, que venga Dios y lo vea.
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