Siempre me ha llamado la atención la expresión envidia sana. Con ella, los que sienten envidia de alguien por algo tratan de suavizar la gravedad de su debilidad. Es una manera de avisar que, aunque sean envidiosos, lo suyo no es maligno. Tan arraigada está en la mente del hombre civilizado que la envidia es uno de los llamados pecados capitales, que los que la sufren intentan exculparse mediante esta advertencia previa. Siento envidia sana.
Como esta tarde de verano estaba poco inspirado, pero tenía ganas de escribir, como me sucede con frecuencia, me he puesto a indagar sobre este asunto. La Academia, en la primera acepción, nos dice que se trata del sentimiento de tristeza o enojo que experimenta la persona que o no tiene o desearía tener para sí sola algo que otra posee. En la segunda, explica que envidia es el deseo de hacer o tener lo que otra persona tiene. Muy parecidas las dos, pero en la última no habla ni de tristeza ni de enojo, simplemente de deseo. Supongo, por tanto, que cuando alguien dice siento envidia sana se está refiriendo a la segunda. ¡Qué envidia, ya te vas de vacaciones!
Cuando profundizo un poco más en mis indagaciones, me encuentro con que algunos moralistas sostienen que la envidia no es desear lo que tienen los demás, sino pretender que no lo tengan. Está claro que con estas características tan corrosivas la envidia nunca podría ser sana. De manera que me quedo con lo que nos dicen los académicos, que al menos deja una puerta abierta para poder ejercer la envidia sin sonrojarse demasiado.
Hay una variedad de la envidia
que hasta tiene nombre propio, “Shadenfreude”, que el buscador de Google, sin
que yo lo pretendiera, me ha puesto frente a los ojos. Se trata de un
sentimiento de alegría maliciosa por el fracaso del envidiado. Como sé que
estas páginas las lee algún forofo de la navegación “googleliana” –qué palabro-,
le animo a que indague sobre esta materia. A mí me basta con saber que esta
inclinación malévola tiene un nombre tan curioso, alemán y por tanto para mí imposible de pronunciar. Pero no deja de ser una vía que abro para estimular a los curiosos.
Lo que creo que está claro es que el envidioso sufre y malgasta energías. Yo diría que la envidia es una actitud pasiva, que se trata un sentimiento íntimo que, dependiendo de su intensidad, puede causar estragos en la mente del envidioso. Supongo que como cualquier otra emoción la envidia es tan antigua como la humanidad, aunque también es posible que con el tiempo los envidiosos hayan llegado al convencimiento de que hay que disimularla, que no se puede ir por la vida mostrándola abiertamente, porque en el fondo manifiesta un complejo de inferioridad.
Ahora bien, alguien puede decir con certeza, sin ruborizarse y sin que le crezca la nariz que él nunca siente envidia. Puede ser, pero me resulta muy difícil de admitir. Lo que sucede es que en esto como en todo no sólo hay blancos y negros, sino también una enorme gama de grises. Quizá un buen ejercicio de introspección consista en intentar catalogar tus propios sentimientos de envidia dentro de su gran variedad, porque alguno se llevará la sorpresa de que la suya es gris oscura, casi negra. En cualquier caso, y esa es la buena noticia, corregible o al menos controlable.
Lo que no se puede dudar es que la envidia, además de hacer sufrir al envidioso, es un homenaje de la mediocridad al talento.