Es cierto que los protocolos van cambiando con los tiempos. Sin embargo, no acepto, como oigo decir con frecuencia a mi alrededor, que se trate de antiguallas, de vestigios de unos tiempos ya superados en los que primaban más las formas que los fondos. Tampoco estoy de acuerdo en que se trate de corsés antidemocráticos que limitan la libertad de las personas. Estas críticas siempre me han parecido más propias de pasotas inadaptados que de ciudadanos educados. Desde mi punto de vista, ignorar los protocolos es ponerse el mundo por montera y dar la espalda a la sociedad.
Por lo general, los protocolos son muy útiles. Resuelven dudas incómodas, sobre todo cuando uno se mueve en ambientes que frecuenta poco. Atenerse escrupulosamente a lo que dicta la etiqueta resuelve muchos problemas, no sólo en situaciones de “alta alcurnia”, sino también en las de “andar por casa”. Si cumples con lo estipulado por la norma es difícil que caigas en la zafiedad. En caso contrario, es muy probable que, además de hacer el ridículo, salgas de allí bajo miradas reprobatorias.
Pero vivimos unos tiempos de obsesión igualitaria, en los que se confunden la igualdad con la chabacanería. Supongo que se trata de una tendencia social imparable e irreversible, lo que no me impide dar mi opinión, aunque sepa de antemano que se me pueda tachar de abogado de pleitos pobres. Me cuesta aceptar el tuteo generalizado, la no cesión del paso a las señoras o a los mayores, los tratamientos de cariño, jefe o colega. Espera un momento, cariño, me contesta una telefonista; ¡qué hay jefe!, me espeta un mecánico que me recibe en el taller; estamos entre colegas, me aclara quien acabo de conocer en una sala de espera. Ni soy el cariño de nadie, ni ostento ninguna jefatura, ni tengo la misma profesión del interfecto del último caso.
Soy un convencido defensor de la igualdad entre las personas, sin distinción de sexo, raza, nacionalidad, inclinación sexual, etc, lo que desde mi punto de vista no implica que haya que saltarse a la torera las normas de cortesía establecidos por la costumbre y las tradiciones. Ceder el paso a una mujer en determinados momentos no implica minusvaloración de sus capacidades, sino simplemente responder a una antigua cortesía que no cuesta nada mantener viva. Llamar de usted a una persona desconocida no implica establecer distancias clasistas, sino aceptar un cierto distanciamiento hasta que el mutuo conocimiento permita salvarlo. Son protocolos, pero no inútiles, salvo que pretendamos usar el rasero de la vulgaridad para que parezcamos todos más iguales.
Lo he dicho y lo repito: sé que estoy fuera de la imparable corriente social del falso igualitarismo, pero me resisto a entrar en una manera de hacer las cosas que me resulta incómoda. Viva la igualdad, pero también las buenas formas.
A propósito del "usted": supe que me hacía mayor cuando en el trabajo, los compañeros más jóvenes, recién entrados en el cuerpo, empezaron a tratarme de tal, y yo les tenía que responder constantemente: "trástame de tú, por favor, que somos compañeros". Lo mismo me ocurre con uno de los vecinos que tenemos: por más que me empeñe, él seguirá tratándome de usted, a pesar de que nos estemos viendo y charlando todos los días dos o tres veces desde hace ya más de cuatro años. Yo, no obstante, lo llamo de tú, porque no me "pega" tratarlo de usted (el hombre es un poco más joven que yo nada más). Espero que este buen vecino no se moleste porque yo lo trate con la familiaridad del "tú". Son cosas complicadas que tiene nuestra lengua en este sentido.
ResponderEliminarRespecto al tema del "jefe" que usan muchos: coloquialmente, y según establece la RAE, es un tratamiento informal que se da a una persona a la que no se conoce: "oiga, jefe, ¿me permite pasar?". Es, también, una vieja costumbre de determinados oficios que yo no me tomaría a mal.
Otra cosa es ese "cariño" que usan algunas personas: si fuera un hombre el que se lo dice a una mujer joven, ésta se ofendería y seguro le respondería: "¿cómo que cariño?". Si es, al contrario, una joven la que se lo dice a un señor de edad, lo intrepreto como cierta condescendencia de la juventud hacia las canas. A mí, afortunadamente todavía, excepto mi mujer y una buena amiga que nos llama "cariño" a todos los amigos de alrededor sin excepción, todavía no me llaman eso.
Por otra parte, soy, por reflejo, de los que siguen cediendo el paso a las señoras y a las personas mayores que yo (que cada vez van siendo menos). Lo horroroso es cuando empiezan a cederte el asiento a ti en el autobús.
Estoy de acuerdo con el comentario de Fernando. Está bien que uno mantenga las reglas del protocolo y la cortesía, pero hay que ser benevolente con los demás si no se ajustan a ellas. Hay que ir a la intención.
ResponderEliminarPues como estáis de acuerdo, contesto a los dos al mismo tiempo.
ResponderEliminarSupongo que no me he expresado bien, porque nada tiene que ver la benevolencia hacia los demás con lo que digo. Simplemente sostengo que los principios de la cortesía se están perdiendo, en beneficio de un estilo que, pretendiendo ser cercano, a mí me parece ramplón. Os aseguro que no muerdo a quien me llama cariño, porque ya me habría quedado sin dentadura. Ni me ofendo cuando me llaman jefe, allá cada uno con sus tratamientos. Pero a mis nietos les insisto en que no se dejen influir por la vulgaridad.
Fernando, por cierto, en la empresa donde trabajé drante tantos años nos tuteábamos todos, desde el presidente hasta el último de la fila. Nunca me pareció mal, sino todo lo contrario. Pero que un desconocido me tutee por teléfono sin saber quién está al otro lado de la línea, me sorprende. Yo siempre contesto de usted, enfatizando el tratamiento, aunque a veces ni se dan cuenta.