7 de septiembre de 2022

Toros, charangas y cohetes

Es curioso observar como las fiestas “patronales” suelen convertirse para muchos habitantes de este extenso y dolido mundo en el principal atractivo a lo largo del año. A veces no se trata de rememorar algún santo, virgen o personaje sacro, con lo cual lo de patronal quizá sobrara, sino de la llegada de la primavera, la alineación de algún planeta con otro o simplemente el aniversario de un suceso local de renombre. Todo sirve para tirar cohetes, poner banderitas colgantes en las calles y martirizar a algún toro que otro, y de paso poner en riesgo la vida de los parroquianos festivos. Mucho ruido, bastante algarabía y, sobre todo, derroche de falta de imaginación.

Alguien me dijo hace algunos años que había llegado a la conclusión de que en España todas las fiestas patronales están cortadas por el mismo patrón. Parece ser que, como los toros, los encierros, las tracas y los fuegos artificiales ya están muy vistos, ahora han empezado a proliferar las semanas medievales, con sus tenderetes, sus cabalgatas, sus juglares y sus pregones al estilo de los contadores de cuentos ambulantes. O, todavía más grave, las originales tomatinas, en las que todo el mundo acaba más guarro que si se revolcara en una pocilga, aunque por sus aspavientos da la sensación que los participantes hubieran llegado a la cumbre de la satisfacción orgásmica.

Yo acudo desde hace muchos años a las fiestas del pueblo de mis raíces, porque, aunque no me gusten los ingredientes, hay una circunstancia que compensa la desazón que me produce la repetitiva secuencia de situaciones incómodas, ya que me encuentro con gente que no veo durante el resto del año. Tengo que soportar los inconvenientes de los desmadres cívico-religiosos –el volteo de campanas durante misas mayores o procesiones menores no deja de ser un desconsiderado y desmesurado desmadre-, pero me cruzo con fulano, con mengano y con zutano. Suelen ser breves encuentros, un abrazo y poco más, que me ayudan a vencer la enorme pereza que me entra sólo de pensar en la palabra fiestas.

Este año he colaborado, durante las fiestas, en la organización de una exposición de pintura. Creo que ha sido un éxito, porque la exhibición de obras de arte de categoría nunca puede fracasar; pero me queda el regusto de la nula predisposición de los estamentos locales. El alcalde, al que se había invitado para que abriera el evento, ni apareció ni dio explicaciones. Nadie del ayuntamiento se dignó hacer acto de presencia, como si aquel evento cultural no formara parte de sus inquietudes. No faltaron a los certámenes de disfraces, a los desfiles de carrozas o a los toros embolados, pero no pisaron la Casa de Cultura, un lugar que los munícipes habían inaugurado hace unos años a bombo y platillo, posiblemente sin ser conscientes de que la cultura es algo más que colocar un rótulo en la puerta de una edificio.

Pero ahí no acaba la historia. Un amigo mío, que acudió a la exposición desde una localidad cercana, preguntó nada más llegar al primero que encontró dónde estaba el mencionado centro cultural, a lo que el otro contestó que ni idea, poniendo cara de verdadera sorpresa. Pero cuando el recién llegado le dio el detalle de que según le habían explicado estaba enfrente de un determinado establecimiento de bebidas, puso cara de ¡eureka! y le mostró el camino sin dudar ni un instante. Haber empezado por ahí, debió de pensar.

Es triste, pero es así. Las fiestas “patronales” siempre han sido y siguen siendo un motivo de jolgorio, de ruido ensordecedor y de repetitivos espectáculos grotescos. Pero todo esto sería soportable si al mismo tiempo los responsables de organizarlas le otorgaran una mínima atención a la difusión de la cultura que, por cierto, araña mucho menos el presupuesto municipal que las tracas, los toros y las charangas.

 

 


 

6 comentarios:

  1. Luis, una precisión que hace más hiriente tu artículo: al preguntarle por la “Casa de la Cultura” y contestarme que no sabía donde estaba (en aquel momento a unos 30 metros) le repliqué que “claro, no eres de aquí”, a lo que me sacó de dudas con un “sí, he vivido toda mi vida aquí”.
    ¡No tenemos solución!

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    1. Ángel, efectivamente, esto no hay quien lo arregle. En cualquier caso, yo no pretendo herir sino denunciar. Ya sé que no sirve de nada, pero siempre me quedará el derecho al pataleo, un desahogo como otro cualquiera.

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  2. En España como en Roma ya se sabe: pan y circo para la plabe o, lo que es lo mismo: el fútbol y toros de toda la vida.
    Tampoco he sido yo nunca de fiestas multitudinarias.
    Fernando

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    1. Fernando, a mi no me gustan los toros, pero sí el futbol, porque me hace pasar muy buenos ratos de vez en vez. Creo que la cultura y el espectáculo no son incompatibles. Lo malo es cuando se da la espalda a lo segundo, como demuestra el caso que describo en el artículo.

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  3. A los que pensamos mucho las cosas, y aunque no nos guste reconocerlo, miramos el mundo con cierto aire se superioridad, nos vendría bien reconocer que los que acuden a las fiestas y se dan de tomatazos se lo pasan muy bien. Al fin y al cabo la vida está llena de momentos y cada momento feliz, aunque sea causado por un acto idiota, es un tiempo ganado. Lo siento, hoy me ha dado por el epicureísmo.

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  4. Por mí, como si se tiran melones. Pero si están en fiestas que dejen algo para la cultura, que no sólo no ensucia sino que ayuda a las personas a ser más felices.

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