Un ejemplo son los grupos de WhatsApp, en los que algunos, convencidos de que están en posesión de la única verdad que existe, lanzan mensajes con intencionalidad política, sin encomendarse ni a Dios ni al diablo. Están tan seguros de que nadie puede contradecirlos, tan ajenos al principio de que no todos pensamos igual, que no reparan en diatribas e insultos, en mamarrachadas y vulgaridades, algunas de ellas de perfiles infantiles. Yo me he visto obligado a darme de baja en alguno de ellos y si sigo en otros es porque, a pesar de los pesares, me mantiene en contacto con algún colectivo que me interesa. Cuando llega algún mensaje, lo abro con mucho cuidado, le echo un vistazo y en algunos casos me salgo de la lectura en la segunda línea. No tiro el teléfono a la basura, porque están muy caros. Pero sí lo limpio con mucho cuidado por si alguna mota de estupidez se hubiera quedado adherida a la carcasa.
En España, cuando la transición, salvo raras excepciones -el famoso bunker- todo el mundo se proclamaba demócrata. Parecía como si defender lo contrario fuera algo obsceno, pasado de moda y por tanto indigno de un ciudadano civilizado. Pero el tiempo ha transcurrido y las actitudes en muchos han ido cambiando, hasta el extremo de que ahora abundan los que han olvidado que ser demócrata es aceptar el principio de la diversidad de opiniones. Un comunista lo es porque tiene una opinión; un separatista se mantiene en sus trece porque tiene la suya; un abertzale lo seguirá siendo mientras no cambie de opinión; un socialdemócrata mantiene el principio de la igualdad de oportunidades y un conservador opina que con menos impuestos se crece más. Son puntos de vista diferentes, muchas veces radicalmente opuestos. Pero un demócrata nunca anatemizará a ninguno de ellos; defenderá el suyo, pero respetará el de los demás.
Tengo la sensación de que ahora son ya muchos los que, aunque nunca negarán que son demócratas, se están quitando la careta que se pusieron cuando la transición. Durante un tiempo han estado manteniendo una actitud compatible con los principios democráticos, lo que ha hecho posible la alternancia y el equilibrio institucional. Pero cuando el parlamento se ha fragmentado en muchas opiniones distintas algunos han empezado a saltarse a la torera el principio de la tolerancia y a condenar las ideas políticas que antes, cuando resultaban marginales, no les preocupaban. Se han dado cuenta de que, si siguen por la senda que transitaban cuando las cosas eran distintas, tendrán muchas dificultades para gobernar algún día.
De manera que leña al mono y caiga quien caiga. Son personas que no les importa que se les acuse de intolerantes si de esa manera ayudan a que los suyos gobiernen. Solos o con los todavía más intolerantes. Lo importante para ellos es volver a controlar los destinos del país, aunque para conseguirlo sea preciso ponerlo todo antes patas arriba. Han renunciado a continuar con el fair play y han empezado una escalada de acciones soterradas, de manejos ocultos, de maniobras poco claras, porque de otra manera acceder al poder se les puede ir de las manos. En definitiva, han llegado a la conclusión de que la democracia no les sirve.
Por eso conviene recordar de vez en vez que no todos pensamos igual, aunque sea algo tan obvio.