Digo esto porque hoy quisiera reflexionar sobre los juicios precipitados que hacemos tantas veces sobre las personas que apenas conocemos. Es cierto que cuando ya se tiene una cierta experiencia en la vida las apariencias cada vez engañan menos, lo que no significa que muchas veces sigan engañando. Los juicios improvisados y sin fundamento, o tan solo guiados por la impresión que nos causa una frase, un gesto o un detalle sin importancia, suelen ser muchas veces equivocados Porque para juzgar hay que conocer y para conocer hay que darle tiempo al tiempo.
El otro día hablaba yo con un buen amigo sobre un cierto personaje, ya desaparecido, que los dos habíamos conocido superficialmente hacía años. El opinaba que se trataba de una persona muy poco simpática, mientras que yo lo recordaba, a través de alguna anécdota, como alguien dotado de un gran sentido del humor. Es decir, a él le caía mal y a mí me caía bien. En realidad, como acabo de decir, ninguno de los dos lo conocíamos y por tanto hubiéramos sido incapaces de pasar de esas impresiones simplistas, algo que reconocimos para así explicar nuestra diferencia de criterios.
Esto que acabo de contar nos sucede constantemente a todos y con frecuencia. Parece como si necesitáramos tener cuanto antes una idea formada sobre las personas que vamos conociendo, quizá porque si no es así nos sintamos inseguros. Qué duda cabe que adoptaremos una actitud u otra frente al recién llegado a nuestro entorno en función de la catalogación que hagamos sobre su persona. Nos abriremos al que nos “caiga bien” y nos cerraremos al que nos “caiga mal”.
Pero el que los juicios precipitados tengan una explicación, la que se derivada de la necesidad de posicionarnos frente a personas que acabamos de conocer, no impide reconocer que se trata de un gran error. Porque suele ocurrir que, si adoptamos una actitud de prevención o de rechazo, a su vez “le caigamos mal” al otro, con lo que entonces las dos antipatías se realimentarán, aumentarán y se convertirán en un obstáculo para llegar al exacto conocimiento de su verdadera personalidad.
Sensu contrario, en ocasiones nos quedamos deslumbrados frente a las cualidades del que acabamos de conocer, simplemente porque nos ha sonreído con simpatía, nos ha dicho una frase agradable o ha entrado en la conversación dándonos la razón en algo que para nosotros es muy importante. Nos “ha caído bien” y por tanto nos abriremos a su confianza, cuando puede que no se la merezca. Aquí, como en el caso anterior, las simpatías se realimentan y es posible que, sin pretenderlo, lleguemos a establecer un compadreo no del todo recomendable.
Somos humanos y por tanto estamos sometidos a nuestras debilidades. Y una de ellas, no menor, es hacer juicios precipitados sobre personas que apenas conocemos. Es cómodo, qué duda cabe, pero puede llevarnos a grandes equívocos en un área del comportamiento tan sensible como es el de las relaciones sociales.
Tengamos criterio sobre los que nos rodean, sí, pero con conocimiento de causa.
La primera impresión es la que vale, dice cierta sabiduría popular. Esto puede ser válido a veces, pero en otras ocasiones lleva a comportamientos injustificables. La intuición va muy rápida, pero no es segura. Sin embargo no haya que desdeñarla. Los animales saben a la primera qué personas son de fiar y cuales no. A lo mejor, lo que conviene es estar atentos a la primera impresión que nos causa una persona, pero dispuestos a cambiar esa impresión según se la vaya conociendo.
ResponderEliminarEn fin, con otras palabras, pero estoy básicamente de acuerdo con tu artículo, Luis.
Gracias, Alfredo. Hace tiempo que yo he decidido no fiarme de mis primeras impresiones y procurar no prejuzgar. Debe de ser porque me he llevado algunos chascos, tanto en un sentido como en otro.
EliminarEstoy de acuerdo en todo, o al menos en casi todo. Por añadir algo advertiré que el tiempo me ha enseñado a no confiar ni en las excesivas sonrisas ni en los exagerados halagos, así como me ha enseñado que los rostros serios o ceñudos no equivalen necesariamente a que las personas que los llevan sean antipáticas redomadas, porque lo más seguro es que sea por falta de confianza, timidez o costumbre, que depende, a su vez, del lugar en que vivamos. Yo he aprendido, por ejemplo, que en Pontevedra la gente es más seria y menos dada a las bromas que en Cádiz, y menos dada a invitarte a entrar en sus casas por mucho tiempo que llevemos de vecinos. Pero dentro de cada región, por supuesto, siempre habrá personas que nos caigan mejor o peor, y eso lo dicta normalmente el tiempo de conocimiento y las afinidades con nuestra propia personalidad, más que la primera impresión, que suele ser engañosa.
ResponderEliminarFernando, lo de las características locales que apuntas al final sería objeto de otra reflexión, que puede que algún día aborde en este blog. Es un tema muy interesante, porque en general suelen existir razones de tipo histórico para que se hayan producido esas diferencias.
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