Durante muchos años, he seguido con interés los movimientos revolucionarios de izquierdas que se han ido produciendo en Hispanoamérica a lo largo de los últimos lustros, prácticamente desde que Fidel Castro luchaba en Sierra Maestra y despertaba las simpatías y el entusiasmo de muchos jóvenes, a lo largo y ancho del mundo occidental. El romanticismo propio de mi juventud de entonces, unido al convencimiento de que sólo mediante la rebeldía y la agitación podía acabarse con el latrocinio del que eran objeto aquellos países por parte de las clases dominantes, propiciaban que me alineara intelectualmente con sus causas.
De la revolución cubana y de mi admiración por ella durante algún tiempo, así como de mi decepción posterior por la falta de democracia y de respeto a los derechos humanos en aquel país, algo he contado en este blog. En estos momentos, observo con esperanza los tímidos y lentos avances hacia la normalización democrática que se están produciendo en Cuba, con la preocupación propia de quien considera difícil el intento. En cualquier caso, se trata de un proceso en marcha, que espero que conduzca al pueblo cubano por la senda de la paz y del progreso.
El caso de Hugo Chávez fue distinto. Golpista fracasado al principio y líder elegido democráticamente más tarde, su movimiento no debería, en principio, incluirse entre los que aludía arriba. Sin embargo, sus derivas posteriores hacia un régimen populista, más cercano a las dictaduras de izquierda que a la democracia parlamentaria, supuso un cambio de rumbo político que, aunque a nadie le sorprendiera en su momento dados sus antecedentes nada constitucionalistas, produjo la repulsa del mundo democrático internacional. La revolución bolivariana, incrustada dentro de una aparente democracia, no deja de ser un extraño ente político difícil de encajar en el mundo democrático.
Pero Hugo Chavez gozaba al menos de un cierto prestigio, tanto dentro como fuera de Venezuela. En momentos difíciles, demostró tener cintura política, de tal forma que en más de una ocasión supo contener sus pulsiones antidemocráticas y ganar así cierto respeto político. Sin embargo, al final de su vida la situación económica en el país se estaba deteriorando a pasos agigantados y la gravedad de su salud lo obligó a nombrar un sucesor, deprisa y corriendo, decisión propia de los que en el fondo de su pensamiento abrigan ideas dictatoriales
El elegido fue Nicolás Maduro, vicepresidente ejecutivo de Venezuela cuando Chávez murió. Sindicalista, sin estudios universitarios, de fuerte temperamento y no menor complexión física (mide 1,90 m de altura), heredó una Venezuela casi en quiebra. Su estilo, imitación del de Chávez, con aportaciones tan personales que a veces resulta difícil identificar en él a su mentor, lo ha ido desprestigiando ante la opinión pública mundial. De voz ostentosa, insulto fácil y absoluta falta de diplomacia, ha ido llevando poco a poco a Venezuela al borde de la guerra civil.
Los políticos españoles deberían abstenerse de intervenir en el conflicto latente. Si se exceptúa la visita de José Luis Rodríguez Zapatero, inscrita dentro de lo que podría considerarse una intermediación entre las dos partes en conflicto -gobierno y oposición-, las demás iniciativas me parecen inoportunas, tanto la de los que dicen estar a favor de la puesta en libertad de Leopoldo López y de los restantes líderes de la oposición, como la de los que comparan a estos últimos con el golpista Tejero. De la iniciativa de convocar el Consejo de Seguridad Nacional para tratar la situación de Venezuela, bajo el pretexto de que los 200.000 españoles que residen en aquel país corren peligro, prefiero no hablar. No sólo se trata de una medida electoralista, como muchos sostienen, también de una peligrosa maniobra que lo único que consigue es encrespar los ánimos “bolivarianos” y poner a nuestros conciudadanos en apuros.
Es curioso observar las distintas posiciones que los políticos españoles están adoptando ante la situación de Venezuela. Pocos son los que se libran de estar haciendo el mayor de los ridículos. Pero eso sí, sus declaraciones nos ayudan a los españoles a descubrir de qué pie cojean.