A ninguna persona civilizada se le oculta que la educación, la cortesía y el trato afable con los demás son conquistas de la civilización, mejoras evolutivas. Los humoristas suelen retratar a los hombres de la prehistoria, a los cavernícolas, con un grueso garrote entre las manos, aspecto fiero y cara de pocos amigos. Qué duda cabe de que no son más que caricaturas de lo que debió de ser aquella realidad, pero a pesar de ello se trata de un estereotipo que refleja perfectamente el mundo primitivo, cuando la sociedad estaba compuesta por un conjunto de desconfiados y amedrentados individuos, casi animales del bosque, que pocas palabras debían intercambiar entre ellos, puede que las imprescindibles para mantener a sus congéneres a distancia prudencial. Es fácil imaginar que los gruñidos y los aspavientos cafres dominaran las conversaciones entre los humanos, porque la amabilidad todavía estaba por inventar.
El tiempo ha pasado, y aunque es cierto que la cortesía no ha llegado a todos los rincones del planeta por igual, aquí, en España, gozamos de un razonable clima de concordia ciudadana, disponemos de un nivel de educación que excluye la agresividad dialéctica de la escena cotidiana. No es que el trato sea versallesco, ni mucho menos, pero es difícil encontrar personas que no tengan conciencia de dónde acaba la educación y empieza la grosería. Ya sé que las excepciones existen, como en todo en la vida, y no se me oculta que hay muchos aspectos que mejorar. Pero no hay nadie que cuando insulta, cuando saca los pies del tiesto, no sea consciente de que lo está haciendo.
Por eso me sorprenden cada vez más las groserías parlamentarias, quiero decir las que se prodigan en el parlamento, en el templo de la palabra como a algunos redichos les gusta decir (valga la redundancia). Los señores diputados –a los senadores los tengo poco controlados quizá porque se dejen ver menos que sus colegas del Congreso-, que debieran ser conscientes de que los ciudadanos los observan, examinan su proceder, vigilan su oratoria y escudriñan su expresión corporal, tendrían que poner un esmero exquisito en lo que dicen y en cómo lo dicen. Pero no es así, o al menos no lo está siendo últimamente. Se empieza a observar un estilo, entre agresivo y faltón -por no decir macarra-, que parece más dirigido a dar satisfacción a los electores de su cuerda que a representarlos con dignidad.
Yo no pido que se suavicen los debates con florituras palaciegas ni con edulcoradas monsergas, de esas que rellenan los mensajes de artificio pero los dejen sin contenido, completamente vacíos. Al contrario, a sus señorías se les debe exigir que debatan con ardor, que defiendan sus propuestas con entusiasmo y convicción y que censuren con fervor lo que no les guste Pero para ello no es necesario ni insultar ni denigrar, porque cuando lo hacen sus palabra pierden fuerza, aunque algunos en su inmensa ingenuidad crean lo contrario, quizá porque estén convencidos de que lo políticamente incorrecto está de moda y equivale a decir la verdad.
Ya sé que a estas alturas alguno estará esperando que a continuación ponga nombres y apellidos, pero no lo voy a hacer. Y no lo voy a hacer por dos motivos: el primero porque no quiero caer precisamente en lo que estoy censurando, en la descortesía acusatoria; y el segundo porque todo el mundo sabe ya de quién o de quiénes estoy hablando. ¿O no?