No creo que haya nadie a quien no impresionaran en su momento las imágenes de la catedral de París envuelta en llamas y estoy completamente convencido de que serán muy pocos los que no hayan lamentado la pérdida de una parte de la magnífica arquitectura gótica de este monumento, no sólo entre los católicos, también entre los fieles de otras religiones y entre los laicos del mundo entero. Además supongo que no habrá quien no entendiera el significado mediático de las multimillonarias aportaciones de algunos magnates de la industria francesa y del apoyo desmedido de las instituciones del país para reconstruir cuanto antes aquel patrimonio de la humanidad.
Por eso me ha sorprendido la apatía con la que en España se recibió la noticia de los incendios que devastaron varias docenas de endebles barracones en Lepe, un fuego incontrolable que dejó a un gran número de jornaleros subsaharianos en la más absoluta de las miserias, más allá incluso de la que arrastraban hasta ese fatídico momento. No he oído a nadie lamentar esta catástrofe humana, salvo algún que otro tímido lloriqueo, ni he observado el más mínimo movimiento de solidaridad hacia las víctimas, ni en la opinión pública ni en los medios de comunicación ni en los estamentos oficiales. Un silencio absoluto que, como decía aquel amigo mío que cito de vez en cuando, da que pensar.
Me ha venido a la cabeza el terremoto que asoló Haití el 12 de Enero de 2010. En aquel momento las impresionantes imágenes de la catástrofe causaron una enorme impresión en las conciencias de los ciudadanos del mundo entero, muchos de los cuales ignoraban hasta entonces que el seísmo había castigado precisamente a uno de los países más pobres del mundo. Recuerdo muy bien que algunas celebridades de la élite hollywoodiense se movilizaron para organizar una gala en beneficio de las víctimas, un detalle más simbólico que otra cosa, porque no era la caridad la que debía resolver aquel problema sino la colaboración de las naciones más poderosas. Pero mientras que éstas ayudando a Haití no hubieran obtenido ningún rédito, los actores y las actrices al menos se hacían notar, y la publicidad siempre ayuda.
Alguno estará pensando qué tiene que ver Notre Dame con Lepe y con Haití, qué tiene que ver el culo con las témporas. Muy fácil: en los tres casos hay catástrofe y en los tres necesidad de ayuda. La diferencia está en que en el primero los magnates y las autoridades se han volcado, porque colaborar en la reconstrucción de la catedral de París otorga prestigio y renombre; en el segundo los afectados son unos modestos inmigrantes y para qué molestarse en ayudarles; y en el tercero, pasado el tiempo y acabadas las galas oportunistas e ineficaces, todo sigue igual o peor.
Mucha hipocresía y muy poca solidaridad.
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