Nacemos hijos de nuestros padres, nietos de nuestros abuelos y hermanos de nuestros hermanos, pero no amigos de nuestros amigos. La amistad es algo que nace por casualidad, se consolida a través del tiempo y perdura o no en función de infinidad de variables, algunas incontrolables y otras determinadas por la voluntad de quienes la ostentan. Hacerse amigo de alguien es un curioso fenómeno, donde influye, entre otras muchas cosas, la afinidad de gustos, aunque no necesariamente tengan que ser idénticos. Las amistades infantiles y las juveniles tiene la gran ventaja de que como se traban durante la época del desarrollo de la personalidad, los caracteres de los amigos se van formando al unísono, en una constante interacción en la que no se sabe quién influye en quién. Después, si estas amistades de los primeros años de la existencia se mantienen a lo largo del tiempo, es muy posible que sean para siempre. Lo que sucede es que, al cambiar las circunstancias personales con la edad, suelen ser efímeras.
Pero no todas las amistades nacen a esa edad. Otras aparecen durante la edad adulta, entre personas que no compartieron la etapa de formación, cuando las mentalidades de los amigos ya están totalmente desarrolladas. En estos casos, las amistades se fraguan previa observación del otro, de manera más o menos consciente, pero en cualquier caso a la sombra del azar de las circunstancias. Si existen suficientes coincidencias de caracter se va adelante con la nueva relación de amistad y si no se deja a un lado. En este último caso, no hablamos de amigos sino de compañero de trabajo, de afición o de tantas otras variantes. Son aquellos a los que denominamos conocidos, una especie de limbo de la amistad.
También existen las amistades recuperadas, aquellas que se dieron en algún momento anterior y se abandonaron porque las circunstancias no favorecían la continuidad, pero que años después, por casualidad o con intención, se reactivan. En estos casos, después de años de separación, la amistad se puede reavivar con facilidad, ya que en realidad había quedado sólo adormecida de manera involuntaria. Pero también el intento puede resultar un fracaso estrepitoso. Los viejos amigos han ido interiorizando por separado distintos modelos de vida y por tanto adoptando diferentes actitudes frente a la sociedad, de tal manera que cuando se reencuentran ni se conocen. El sustrato más o menos común sobre el que se mantuvo en su día la antigua amistad se ha desvanecido por completo y ya no hay manera de recuperar la sintonía que en su momento hubo. En estos casos se puede mantener un mínimo de cercanía amistosa en honor de lo que fueron los viejos tiempos, pero muchas veces ni tan siquiera eso.
La amistad tiene un valor del que muchas veces ni se es consciente. Parece como si se tratara de algo indestructible y no hiciera ninguna falta cuidar. Por eso, la mayoría de las amistades mueren por inanición, por falta del alimento que es preciso darles para que no perezcan. Y entre los ingredientes que se necesitan está el de la continuidad en el trato. La dejadez, el abandono y el olvido acaban con las mejores amistades, por muy sólidas que estas sean.
Como digo en el título, la amistad es un tesoro. Cuidémosla por tanto como se merecen las cosas valiosas o acabaremos sin darnos cuenta más solos que los antiguos fareros.
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