Quizá me haya convertido sin darme cuenta en un defensor romántico de la pureza de nuestro idioma. Lo digo porque el romanticismo siempre ha sido una corriente que sólo atrae a minorías y observo a mi alrededor que son muy pocos los que se preocupan de expresarse con un mínimo de corrección gramatical. No digo con calidad literaria, porque eso sería pedirle demasiado a las nuevas generaciones, más pendientes por razones prácticas del fondo de los mensajes que lanzan que de la forma con la que los expresan. Me limito con la debida humildad a exigir el cumplimiento de las más elementales normas que dicta nuestra gramática. No creo que sea mucho pedir, aunque supongo que alguno al observar mi empeño pensará que me gusta entrar en batallas perdidas de antemano.
La última bestialidad que he oído ha sido en un anuncio en televisión, de esos que aunque no quieras oír terminan entrando en tus indefensos pabellones auditivos. Un conocido presentador de televisión, convertido en este caso en modelo publicitario, decía entre exclamaciones admirativas “¡una pedazo de tarifa!” en un reclamo de cierta operadora de telefonía. No doy nombres, porque para qué. El daño ya está hecho y nada hay que pueda remediar la situación, ni una condena leve ni la prisión permanente revisable ni tan siquiera el garrote vil, porque en este caso no se puede aplicar el proverbio de muerto el perro se acabó la rabia. El virus está en el aire, de boca en boca, y el contagio ya es masivo y no hay mascarillas que valgan. Y lo peor de todo es que como destrozar el idioma no es delito, ni siquiera falta, el anuncio sigue en antena machacando los oídos de los espectadores día a día, como el rayo que no cesa.
Lo de “las miles de personas”, esa barbaridad lingüística de la que creo haber hablado ya en alguna ocasión, se ha extendido de tal forma que se lo oigo (no digo se lo escucho como ahora dicen tantos) a personas de cuyo ascendiente académico cabría esperar una mínima corrección gramatical. Lo que sucede es que los virus del lenguaje se transmiten a tal velocidad que es imposible cortar la epidemia. Habría que cerrar, como están haciendo las autoridades chinas, varias ciudades o, en este caso, varias cadenas de radio y televisión, algo impensable en nuestro mundo de libertades. Además este tipo de virus también muta, porque el otro día le oí decir a un locutor “varias millones de especies”, lo que tratándose de las millones supera en mucho a las miles.
Pero vaya usted a explicarle a estos bárbaros aquello de la concordancia gramatical, porque le mirarán a uno de arriba abajo con caras de panolis, preguntándose sorprendidos éste de qué va. De nada serviría argumentar que miles y millones son masculinos y por tanto no admiten artículos femeninos. No lo entenderían, a pesar de que muchos de estos delincuentes gramaticales ostenten con orgullo el título de Licenciado en Ciencias de la Información.
Insisto en que la degradación del idioma no cesa. Y si no cesa es porque nadie corrige a los infractores. Los periódicos, las emisoras de radio y las cadenas de televisión deberían contar con departamentos de vigilancia lingüística que pusiera orden entre tantos indocumentados. Pero con el pretexto de que el periodismo requiere agilidad no se molestan en llamar la atención a sus profesionales. Y si no hay control, ya se sabe, el deterioro está servido.
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