Hay quienes dan tanta importancia a lo que no son más que asuntos intrascendentes que, sin querer, los convierten en trascendentes. Es el caso de los contrarios y hostiles al espectáculo del fútbol, algunos de los cuales, en un ejercicio de valoración poco riguroso, lo tachan de enemigo de la cultura y de abominable entretenimiento que sólo sirve para adormecer las mentes. Son personas a las que, cuando oyen la palabra fútbol, les entra una profunda depresión, se les eriza el cabello y abominan de todo lo que les recuerde el objeto de su animadversión. En definitiva, convierten lo irrelevante en importante.
No hablo de aquellos a los que no les gusta el futbol, porque a no todos les entretienen los mismos espectáculos. A mí personalmente no me gustan las carreras de motos o de coches ni soporto las series televisivas. Sin embargo, entiendo perfectamente que exista una afición tan extendida, porque doy por hecho que a muchos pasar un rato siguiendo los pormenores de una de estas competiciones, o sentarse una y otra vez delante del televisor para contemplar a los personajes que aman o detestan, les suponga una manera de entretener la mente. No dejan de ser, como le pasa al futbol, pasatiempos, divertimentos intrascendentes, posibilidades de mantener la mente ocupada en algo frívolo e irrelevante durante un rato.
Considerar, como consideran algunos, que las aficiones de esta naturaleza están reñidas con la cultura, no deja de sorprenderme. Por eso digo que los enemigos furibundos del espectáculo del fútbol le dan demasiada importancia a una actividad que lo único que persigue es el entretenimiento banal. Alegrarse de que "los tuyos" metan un gol no es brutalidad, sino simplemente una expansión de las emociones, una válvula de escape de la presión anímica. Gritar ¡huyyy! cuando el balón roza el larguero, no es equivalente a incultura, sino manifestación de la trivial exaltación del momento.
Sucede además que, como los cruzados antifútbol no conocen nada de este deporte -ni tienen por qué conocerlo-, los dedos se les antojan huéspedes. Suponen por lo que oyen que los aficionados no hacen otra cosa que estar pendientes de su entretenimiento, que no se les puede sacar de sus casillas. Además, como hay tantos equipos y tantos campeonatos y tantos jugadores y tanta casuística, cuando oyen la radio o ven la televisión imaginan que para algunos no existe en el mundo otra cosa y, claro, se alarman. No saben que, para la mayoría de los aficionados, terminado el partido se acabó el entretenimiento. Hay, lo sé, quienes vociferan a la salida de los estadios, producen altercados y dan espectáculos bochornosos. Pero son minorías que, como en tantas facetas de la vida, no representan al colectivo. Ponerlos como ejemplo de las razones por las que algunos se declaran enemigos del futbol es coger el rábano por las hojas.
Yo trataría de tranquilizar a los que tan preocupados andan con este asunto, no vaya a ser que con sus disquisiciones detractoras terminen convirtiendo el espectáculo del futbol en algo serio, cuando precisamente la gracia está en la falta de seriedad, en que ocupa muy poco espacio en la mente y en que, no sólo es compatible con las más preciadas esencias de la cultura, sino que además ayuda a distinguir el polvo de la paja.
Lo dejo aquí, porque dentro de unos minutos empieza un partido “importantísimo” que no estoy dispuesto a perderme, aunque me llamen zoquete.
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