A mí con los idiomas me sucede lo mismo que con las ciudades: entiendo que tengan que ir transformándose de acuerdo con la evolución de los tiempos, pero me resisto mentalmente a los cambios. Ni siquiera me reconforta el hecho de que cuando conocí Madrid -hace ya sesenta y cinco años-, y cuando aprendí a hablar -hace algunos más-, tanto la capital de España como el idioma español habían sufrido innumerables cambios a lo largo de los siglos. Un extraño sentido de posesión egoísta, de estúpido egocentrismo, me lleva a pensar a veces que así han sido siempre y así deberían seguir siéndolo.
Pero por otro lado, como soy un entusiasta de una y de otro, de mi ciudad y de mi idioma, disfruto conociendo los cambios que han sufrido a lo largo del tiempo y adivinando que pueda suceder en el futuro. En el primer caso se trata de un interés de carácter digamos que histórico y en el segundo de una prospección anticipativa, que mucho se parece a la ciencia ficción. Son dos ejercicios, el del estudio de lo anterior y el de la adivinación de lo que vendrá, que me ayudan a distraer la mente y, aunque parezca extraño, me producen grandes satisfacciones. En cualquier caso, mi acercamiento al urbanismo y al lenguaje no deja de ser el de un curioso al que le gusta meterse en camisa de once varas, donde nadie lo ha llamado.
En el fondo de estas aficiones subyacen dos razones. Por un lado, mi afición a pasear por una ciudad que poco a poco, a partir de la observación sobre el terreno y de la documentación posterior, ha ido dejando que descubriera algunos de sus secretos, la secuencia, en definitiva, de su evolución. Por otro, mi afición al lenguaje, del que estoy enamorado porque he llegado a entender que cada concepto tiene su expresión exacta y que es muy difícil encontrar dos frases distintas que signifiquen la misma idea. La variedad y exactitud de las palabras es tan maravillosa, que constituyen un universo fascinante, al que, insisto, me he ido aproximando paulatinamente, aunque lo haya hecho con el bagaje de un lego en la materia.
Por estas razones, me duele cuando la
piqueta derriba edificios para remozar el entorno,
aunque a continuación me reconforte imaginar cómo acabará la reforma. Creo que
sería capaz de enumerar una veintena de grandes obras en marcha en Madrid,
cuya evolución sigo paso a paso con bastante ilusión, aunque también con el
temor de que el resultado de la transformación me decepcione, y eso que yo no soy de los que creen que siempre lo anterior fue mejor.
Las ciudades están vivas y eso permite que sus ciudadanos podamos seguir viviendo en ellas. El Madrid de los Austria, por poner un ejemplo, es una de las zonas más interesantes de la ciudad, pero no sería concebible que su trazado urbanístico y la tipología de sus edificios se hubiera ido extendiendo a lo largo y ancho de la ciudad, porque sería inhabitable. Es cierto que los “ensanches” se han construido a trancas y barrancas, en muchas ocasiones con muy poco atino; pero no lo es menos que conocer cómo se ha ido agrandando la ciudad nos muestra, no sólo su historia, sino también la de sus ciudadanos.
Los idiomas también están vivos. La Real Academia Española, a la que, vaya por delante, le tengo un gran respeto, defiende su pureza. Lo que sucede es que a veces, cuando sus sesudos miembros deciden acabar con algo de aquello que yo a lo largo del tiempo había interiorizado como inmodificable, me sublevo. En ocasiones, lo confieso, hago oídos sordos a sus recomendaciones y me mantengo en mis trece durante algún tiempo. O en mis acentos diacríticos, que no sé que habían hecho los pobres para merecer lo que les ha sucedido. Pero al final termino claudicando y sometiéndome a sus disposiciones, porque mi rebeldía tiene un límite. En cualquier caso, no se olvide, los dictámenes de la RAE son recomendaciones, nunca mandatos.
No sé que me ha llevado hoy a mezclar las ciudades con los idiomas. Es posible que el único nexo de unión esté en mi cerebro. No obstante, aunque sólo sea por divagar un rato, me alegro de que se me ocurriera tamaño disparate. Quizá haya sido porque mi ciudad y mi idioma son dos materias que me apasionan como pocas otras en la vida.
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