4 de diciembre de 2020

Las mascarillas se vienen, las mascarillas se van

A veces, cuando oigo tanta discusión sobre cómo deberían ser las próximas fiestas navideñas, me entra la sensación de que nos hemos vuelto locos. Estamos en estos momentos en España con más de trescientos fallecidos al día por causa de la pandemia y todavía hay quien defiende que se levanten las restricciones, resuenen las zambombas y se canten villancicos por las calles a voz en grito. Alegría, alegría, que aquí no está pasando nada.

A mi tampoco me gusta verme obligado, por primera vez en mi vida, a celebrar las Navidades sin los protocolos familiares que he ido creando con los míos a lo largo de los años. Como soy bastante tradicional para determinados asuntos, me cuesta mucho renunciar a esas cenas y a esas comidas de grupo, en mi caso bastante numeroso, reuniones que suelen convertirse en motivo de jolgorio y francachela, en alegre liberación del espíritu, en entrega y recogida de regalos y en reconocimiento explícito de los lazos familiares. Por eso, durante unos días he estado intentando convencerme a mí mismo de que con cuidado, tomando las debidas precauciones y cumpliendo con las medidas de seguridad que hemos ido aprendiendo durante los últimos meses, podría mantener intactas mis costumbres. Hasta que me he dado cuenta de que lo que realmente pretendía era hacerme trampas en el solitario.

La segunda ola de la pandemia ha llegado como consecuencia del relajo veraniego. No creo que a estas alturas haya todavía algún estúpido que lo niegue, por muy negacionista que sea. Pretender ahora que bajemos la guardia durante unos días es pedir que, cuando parece que las últimas medidas que se han tomado empiezan a causar efecto, volvamos a las andadas y provoquemos que las curvas estadísticas empiezen a crecer. Sería ponernos una vez más en situación de máximo riesgo como consecuencia de una irresponsabilidad impropia de una sociedad civilizada.

Las imágenes que nos muestran los informativos de los centros de nuestras ciudades atiborrados de paseantes son estremecedoras. Pero mucho más lo son las declaraciones de algunos alcaldes, entre ellos el de Madrid, que por un lado nos pide a los ciudadanos que seamos prudentes y por otro nos anima a celebrar la Navidad como si aquí no estuviera sucediendo nada. Una llamada de alerta con la boca chica y a la vez una sonora incitación al paseo bajo las rutilantes luces navideñas. Peligrosa ambigüedad impropia de un mandatario responsable. Se nota que, en esa diabólica ecuación que algunos se han inventado entre la salud y el dinero, sus prioridades no están donde deberían estar.

No, ya lo he dicho, estas fiestas navideñas no van a ser para mí como me gustaría que fueran. Es una pena tener que renunciar a la compañía de los tuyos, a los abrazos y a los besos. Pero he llegado a la conclusión de que, si queremos estar a la altura de las circunstancias y no asumir riesgos para nosotros y para nuestras familias, no hay más remedio que renunciar a unas reuniones familiares que las estadísticas demuestran  que suelen convertirse en uno de los principales focos de transmisión del virus. Sé que hay quienes están pendientes de que se dicten las normas de convivencia para esos días, pero a mí me va a dar lo mismo que el número de personas que se puedan reunir se fije en seis, en ocho, en diez o en veinte. Los convivientes, en mi caso dos, nos quedaremos en casa a tomar las uvas tranquilamente y felicitaremos a los nuestros por medios telemáticos.

En situaciones anómalas, medidas excepcionales. Ya vendrán otras Navidades.

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