Lo voy a decir de entrada: aunque no comparta la ideología que representa el PP, siempre he considerado que se trata de un gran partido político, con el que se identifican amplios sectores de la sociedad española. Su adscripción al centro derecha le ha permitido gobernar en varias ocasiones, con mayoría absoluta o con apoyos. Ha sido y podría volver a ser en algún momento un partido de gobierno. En un país como el nuestro, el correcto funcionamiento da la democracia necesita que existan partidos como el popular.
Sin embargo, lleva un tiempo dando preocupantes tumbos. Los escándalos de corrupción lo han marcado de tal forma que no sabe cómo quitarse los estigmas de encima. Puede que algunos digan que el que esté libre de pecado que tire la primera piedra, y nos les faltaría razón. Lo que sucede es que en el caso de los populares las irregularidades económicas han sido tantas y de tal envergadura, que han llegado a constituir un modus operandi muy frecuente entre sus dirigentes. El congreso del PP que nombró a Pablo Casado presidente creyó que con un simple cambio de ejecutiva todo se arreglaría, ignorando que el problema era institucional, pero sobre todo que todavía quedaba una gran parte de los trapicheos de la época anterior sin salir a la luz o, lo que es peor, tapados. Un error que los llevó a considerar que con un ligero maquillaje cambiarían de aspecto.
Por si esto no fuera suficiente, la aparición del populismo de Vox ha mellado la base electoral del PP, a la que ya había debilitado la aparición de Ciudadanos. Sin embargo, los nuevos dirigentes, en vez de reafirmarse en posiciones de centro derecha y marcar las diferencias con la extrema derecha, han intentado combatir la perdida de electores imitando la radicalidad de Santiago Abascal. Ni siquiera el duro ataque parlamentario que Pablo Casado le espetó al líder populista durante el grotesco voto de censura a Pedro Sánchez le sirvió de algo, porque su imagen bronca y malencarada ya estaba demasiado comprometida.
Desde entonces, quizá porque ya hubieran cruzado el Rubicón, el presidente del PP, su secretario general y su portavoz parlamentaria han ido incrementando el tono de radicalidad hasta rayar en el surrealismo. En vez de ejercer una oposición basada en contenidos políticos, en críticas razonadas, se dedican un día sí y otro también a atacar los aspectos anecdóticos de la gestión del gobierno de coalición, a veces incluso rozando el esperpento. El otro día, Pedro Sánchez le preguntó a Pablo Casado en el Congreso de los Diputados, en tono irónico y con la sonrisa en la boca, que quién le susurraba los consejos al oído. No daba crédito a tanto disparate “parlamentario”, a tanta falta de concreción, a tanto ruido inútil.
Yo, sin perjuicio de mi adscripción progresista, lamento lo que le está sucediendo al Partido Popular. Su actual ejecutiva, formada por bisoños muy poco avezados en los complicados mecanismos de la política real y por algunos históricos, a los que se les adivina su compromiso con otras épocas, están destrozando el partido que durante estos años ha representado el sentimiento conservador de un gran sector de la sociedad española. La alternancia podía tener sus defectos, no lo voy a negar, pero permitía que una amplia franja de españoles, de mentalidad moderada y no comprometidos con ninguno de los extremos, otorgaran su confianza a uno u otro de los dos grandes partidos. La fragmentación actual ha permitido que los extremismos y los oportunismos se cuelen de rondón.
El PP no necesita un cambio de sede social como ha propuesto Pablo Casado. La cirugía que requiere es mucho más incisiva y determinante. Es preciso que cambie de ejecutiva. En situaciones de gravedad no sirven de nada las cataplasmas ni los paños calientes. Si no lo hace pronto, Vox lo dejará fuera de combate o, al menos, muy debilitado. Y entonces, como dicen los castizos, apaga y vámonos.