Este deporte, que practico desde hace muchos años, tiene para mí varios alicientes. El primero, el de aumentar mi conocimiento de la ciudad en la que vivo. Tengo la sensación de que la mayoría de los que residimos en las grandes ciudades disponemos de una visión de conjunto del entorno que nos rodea, pero ignoramos por completo lo que contiene sus innumerables rincones. Recorremos casi siempre los mismos trayectos, aquellos a los que nuestra actividad diaria nos obliga, vemos pasar ante nuestros ojos calles, edificios y personas, pero no entramos en la observación detallada, porque no se ha despertado en nosotros la curiosidad. Vivimos en definitiva de espaldas a la ciudad.
El segundo aliciente que me supone callejear es el descubrimiento de aspectos desconocidos de la ciudad. Un callejero urbano, aunque pase cien veces por un mismo lugar, si presta la debida atención, siempre podrá descubrir algo nuevo. Son tantos los detalles que esconden las calles de una ciudad, que el viadante, si levanta la cabeza del suelo y contempla el caserío y el gentío y le toma el pulso al movimiento o a la quietud, se sorprenderá de lo que ahora ve y no había visto antes. Porque las ciudades están vivas, son la prolongación de sus habitantes, no sólo de los de ahora, también de aquellos que a lo largo de los siglos han residido en ella y han contribuido a su desarrollo.
Como no hay dos sin tres, me referiré a un tercer aliciente, el de la cultura. Porque la ciudad es un compendio de erudición y de sabiduría, en todos los aspectos que estas palabras sugieren, desde la Historia, con mayúscula, hasta el anecdotario, con minúscula. Es un museo polifacético, en el que se exhibe pintura, escultura, arquitectura, urbanismo y etnografía. Claro que para disfrutar de él hay que acudir con la lección aprendida, al menos con la capa de conocimientos imprescindible para encontrar los secretos escondidos.
Estoy leyendo ahora -mejor dicho,
releyendo- un libro que se titula Historia del Casino de Madrid y su época, interesante ensayo, escrito por José Montero Alonso, que se publicó en 1971
y de cuya única, pequeña y descatalogada edición conservo un ejemplar como si fuera oro en paño. El libro disecciona
la sucesión de hechos históricos que se produjeron en España a lo largo de los
siglos XIX y XX. No es un libro de Historia al uso, sino la narración de los
pequeños acontecimientos que rodearon a los grandes hitos. Cuando el otro día le tocó el
turno a la corriente literaria del romanticismo, después de anotarme algunas
direcciones y de consultar el callejero, me dirigí sin pensármelo dos veces al
centro de Madrid, concretamente a los aledaños del Palacio Real, buscando la
calle de Santa Clara, en uno de cuyos edificios vivía Mariano José de Larra
cuando se suicidó. Pues bien, lo que empezó siendo una simple curiosidad por
encontrar un portal determinado y una placa conmemorativa, acabó convirtiéndose en el “descubrimiento” de
un rincón de Madrid, donde, entre otros interesantes edificios, se
encuentra la Iglesia de San Nicolas de Bari o de los Servitas, a decir de algunos expertos la más
antigua de la capital de España. Y un laberito de pequellas calles con pintorescos nombres, como la del Biombo, a la que desemboqué a través de un callejón cubierto, que ostenta el mismo nombre que la calle. Y una librería de lance, de esas que apenas quedan, y unas terrazas protegidas bajo unos soportales, en una de las cuales me senté un buen rato a tomar una cerveza, porque no todo va a ser cultura.
Es sólo un ejemplo, como decía, porque cualquier
pretexto sirve. El caso es callejear sin rumbo fijo, escudriñar
los rincones, desentrañar la ciudad. Porque
la ciudad, no lo olvidemos, es el resultado del afán colectivo de sus habitantes a lo largo de los siglos, es el escenario en el que transcurre la vida de los que ahora residimos en ella.