Traigo aquí esta anécdota porque me parece muy ilustrativa de lo que pretendo contar hoy. Las nuevas tecnologías nos están facilitando la vida de tal manera que corremos el riesgo de que acaben inutilizándonos por completo. Los relatos de ciencia ficción nos narran o nos muestran historias de sociedades venideras sometidas por los robots que ellas mismas habían inventado y fabricado, fantaseando, con mayor o menor originalidad, sobre el peligro de que las máquinas acaben con la autonomía del ser humano, es decir con su libertad. Pero ojo, porque sin necesidad de fantasear estamos llegando ya a unos niveles de automatismo en las relaciones sociales que, sin darnos cuenta, nos están alienando.
Los call center o centros de atención telefónica están siendo sustituidos poco a poco por locuciones programadas, por contestadores automáticos que, mediante el simple método de llevarle a uno por donde a ellos les interesa, acaban dejándote tan en la inopia como estabas cuando iniciaste la consulta. Suelen empezar con la maldita pregunta de “indíquenos el motivo de su llamada”, a la que cada uno contesta como le viene en gana o como Dios le da a entender, con la buena intención de acercarse a la realidad del problema con la mayor fidelidad posible, pero casi siempre provocando la fatídica respuesta de “lo sentimos, pero no le hemos entendido”. Si uno tiene suerte y al final le ponen en contacto con una persona de carne y hueso, con frecuencia se encontrará con la recomendación de que vuelva a llamar, porque esa no es la sección que debería atender la llamada. Y volver a empezar, si todavía quedan ganas, o dejar de insistir y renunciar a la consulta.
De lo de las reservas de hotel por Internet preferiría no hablar. Uno solicita desde la correspondiente página lo que considera más parecido a sus pretensiones y cuando abre la puerta de la habitación se encuentra con que no había nunca visto nada como aquello ni en sus peores pesadillas. La foto que mostraba unos grandes ventanales, con un paisaje idílico al fondo, un mobiliario surtido con cómodos butacones y una cama de dos por dos, en realidad es una habitación interior, con la ventana de enfrente como horizonte, con una única silla pegada al exiguo escritorio y con una cama que casi ocupa la habitación por completo, no porque aquella sea grande, sino porque ésta no da más de sí. Sé que exagero un poco, pero no demasiado.
Yo me resisto a todo esto como puedo. Naturalmente que utilizo el GPS -hasta ahí podíamos llegar-, pero estudio antes los trayectos concienzudamente, porque me gusta saber dónde estoy en cada momento. Para mí un viaje no es sólo un destino, ya que la ruta que elija forma también parte de su atractivo. A los contestadores automáticos intento engañarlos como puedo, generalmente poniéndoles la zanahoria de que pretendo comprar o contratar algo. Me contesta entonces que me pone con un comercial, que al final, no nos engañemos, es el mismo que me hubiera atendido si hubiera seguido otra ruta. Por otro lado, claro que uso Internet cuando preparo un viaje, pero en el caso de los hoteles sólo para estudiar precios y prestaciones y, sobre todo, para conseguir el teléfono del hotel. No hay nada como la interlocución directa, porque los matices y los compromisos verbales ayudan mucho a no llevarse decepciones.
Es que no quiero convertirme en un robot.