Rusia ha demostrado a lo largo de los siglos una enorme capacidad de resistencia frente a las amenazas de todo signo. La historia de este país nos demuestra que el pueblo ruso está dotado de una inmensa capacidad de resistencia, lo que, unido a su propensión a dejarse dirigir por autócratas del signo que sea, los convierte en una potencia difícil de vencer. La revolución rusa acabó con los privilegios de los zares, pero sustituyó el zarismo por el comunismo, una dictadura por otra. A su vez, la llamada perestroika puso fin al régimen soviético, pero introdujo una democracia de bajo tono, puede que muy del gusto de la inmensa mayoría de los ciudadanos rusos, que se sienten más seguros bajo gobiernos autoritarios que con otros de carácter democrático. Las dictaduras con el tiempo cambian las mentes de los ciudadanos de manera colectiva.
Lo cierto es que, después de varios meses de guerra, no parece que la moral de los rusos haya decaído, más allá de algunas voces discordantes que son acalladas con facilidad. El pueblo ruso está convencido de que la guerra de Ucrania es necesaria, porque creen que de otra manera estaría en riesgo su seguridad. Mientras tanto, en occidente estamos sufriendo consecuencias desastrosas, soportando una inflación desatada, con el precio de la energía por las nubes y con los bolsillos de los ciudadanos cada vez más vacíos, algo que por supuesto nadie había previsto cuando se desató el conflicto. En aquel momento se creía que todo acabaría en unos días y que la gran Rusia saldría escarmentada por su inaudita osadía.
Por eso digo que estamos en
guerra, aunque ésta no se haya declarado oficialmente. No hay soldados en el
frente ni nuestras ciudades están siendo bombardeadas. Pero sufrimos las mismas
consecuencias económicas que si hubiéramos intervenido directamente, con el inconveniente de que, por ignorar la realidad,
no se están tomando las medidas económicas que serían acordes con las
circunstancias. En las guerras declaradas se racionan determinados bienes de consumo, se controlan los precios
de otros y se ponen en marcha medidas acordes con las circunstancias. Es la llamada
economía de guerra, ingrata para los ciudadanos que tienen que sufrirla, pero necesaria para la subsistencia del país. Parece como si nadie hubiera tenido en cuenta aquella frase de “es la economía,
imbécil”, que lanzó hace años James Carville, entonces consejero del
presidente Clinton, para señalar la importancia de las consecuencias de carácter
económico cuando se rompen los equilibrios geoestratégicos.
A estas alturas de la guerra, no parece posible una vuelta atrás en las decisiones que entonces se tomaron. Ni posible ni recomendable, diría yo. Pero sí se está a tiempo de tomar medidas acordes con el hecho de que, nos guste o no, estamos en guerra, en vez de aplicar los paños calientes que de manera desordenada y sin una clara estrategia está tomando la Unión Europea desde que decidió apoyar a Ucrania. La palabra guerra es muy dura, pero mucho más lo es estar en medio de una de ellas y no reconocer la realidad.