No sabría explicar de dónde nace mi
afición a pasear por las calles de este barrio, porque hay comportamientos
del ser humano inexplicables. Quizá proceda de saberme paseante por un escenario histórico que
conserva todavía edificios del Siglo de Oro, muy modificados por supuesto, pero
manteniendo un estilo inconfundible. Mis abuelos paternos vivieron durante
algunos años en una de sus calles, la de la Alameda, junto al paseo del Prado, en un piso cuya
distribución todavía recuerdo, a pesar de que entonces yo tenía siete u ocho años,
y en el que sólo pasé algunos días cuando hacía escala en Madrid con mis padres. Me contaron
entonces que durante la Guerra Civil un proyectil de la artillería de los
sublevados había destruido parte de una de las fachadas, dejando la cocina a la
intemperie. Mi imaginación infantil recreó entonces la escena, posiblemente de forma
muy distinta a la que debió de suceder, y aquella imagen continua en mi memoria
como si hubiera sido real: alguien preparando la comida al borde de un precipicio que se asoma a la calle.
En el barrio de las letras uno se encuentra de todo, conventos e iglesias, bares y restaurantes, salas de arte y estudios de artistas, tiendas de muebles antiguos o de grabados de época. Como la circulación de coches está restringida, uno puede permitirse el lujo de pasear en mitad de la calzada, con la vista puesta en balcones y aleros, marquesinas y carteles. Pero, además, si dispone de tiempo, puede organizar un programa completo, que abarque desde lo cultural hasta lo gastronómico, pasando por supuesto por un aperitivo en alguna de las muchas terrazas desde la que se contemple el bullicio callejero.
El otro día, cuando salí con mi mujer a pasear por este bario sin ningún plan predeterminado, descubrimos mientras vagabundeábamos sin rumbo fijo un estudio de pintura en la calle de Lope de Vega, en cuyo interior una interesante mujer, de aspecto entre aristocrático y bohemio, pintaba un cuadro de gran formato. Con un gesto, nos invitó a entrar, nos enseñó su obra y hasta tuvimos tiempo para conocer un poco de su vida; de manera que, como ya sabemos que el mundo es un pañuelo, descubrimos durante nuestra charla que teníamos amistades comunes. Me quedé con sus credenciales y estoy seguro de que volveremos a vernos. Una experiencia inolvidable.
Después, en la plaza de Matute, nos sentamos a tomar una cerveza, mientras la gente a nuestro alrededor, extranjeros y nativos, pasaban junto a nosotros inmersos en sus conversaciones. Pero cuando ya habíamos decidido iniciar el regreso a casa y descendíamos hacia el Prado, al pasar frente a la Taberna de Mariano, una especie de santuario gastronómico para nosotros -¡qué callos!-, caímos en la tentación y nos quedamos a comer. ¿Se puede pedir más?
En este barrio hay una plaza, la
de Santa Ana, que no tiene desperdicio, un lugar que ocupa el solar sobre el que se erigía a principios del XIX un convento que se derribó en tiempos de José Bonaparte, aquel rey
foráneo que intentó convertir el apelmazado centro de Madrid en un barrio
transitable. Gracias a aquella decisión, hoy este entorno cuenta con una especie
de corazón que aumenta todavía más el ritmo de sus latidos y la satisfacción de sus residentes y visitantes. El teatro Español, ese emblemático foro de las artes escénicas, ocupa uno de sus flancos, recordando al paseante la interesante historia que esconden sus paredes. Pero es que, además, las cervecerías de esta plaza se han convertido en
proverbiales lugares de encuentro, en centros de animada holganza. Ni siquiera la estrambótica linea arquitectónica del hotel Reina Victoria -el de los toreros- logra romper la armonía de esta plaza de Madrid.
Lo dejo aquí, porque, a pesar de
que de acuerdo con mis costumbres no son horas para estos menesteres, me están entrando ganas de ir a tomar una cañita vespertina a la
Cervecería Alemana. Quizá mañana.
Sí, Luis, ese barrio tiene sabor y para mi gusto tu artículo transmite muy bien lo que has sentido en vuestro paseo. Me he identificado con lo que dices, porque nosotros somos también paseantes asiduos de Madrid.
ResponderEliminarGracias, Alfredo. Es posible que algún día nos encontremos vagabundeando por el centro de Madrid.
ResponderEliminarSiempre me gustó, cuando tuve ocasión de ir a Madrid, hacer el siguiente recorrido: Museo del Prado, Jardín Botánico y paseo por toda esa zona que comentas, para terminar comiendo en alguna de sus tabernas.
ResponderEliminarSe echa de menos.
Un bonito paseo el que mencionas, cuyo diseño debemos a Carlos III, el de la Puerta de Alcalá, no el de lady Camilla.
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