Como me habían advertido de que en la mili lo mejor que
podía hacer uno era no destacar -el que pregunta se queda de cuadra, advierte un dicho militar-, al
principio me arrepentí de haberme dado a conocer. Sin embargo, enseguida llegué
a la conclusión de que si jugaba bien mis cartas quizá aquella fuera una buena
ocasión para mostrar a mi capitán alguna de mis credenciales, sobre todo las que suponía que pudieran favorecerme.
Nada más oír el toque de diana, pregunté por el tal cabo primero García. Un auxiliar me llevó a una habitación amueblada a modo de oficina, un par de mesas, unas cuantas sillas y algún que otro archivador. Entré, pero allí no había nadie. Esperé de pie, husmeé con discreción y enseguida concluí que me encontraba en lo que seguramente fuera el despacho del capitán o, mejor dicho, la dependencia administrativa de nuestra compañía. Oí unas voces por el pasillo y a continuación entró el capitán, seguido de un cabo primero, éste con una carpeta azul bajo el brazo, muy serio y circunspecto. Los cabos primeros en aquella época suplían a los suboficiales con frecuencia, porque éstos escaseaban.
El capitán Medrano, al que recuerdo amable, campechano y en cierto modo cercano a sus subordinados, nada más verme empezó un largo interrogatorio, interesándose primero por la razón por la que no había hecho Milicias Universitarias, la modalidad del servicio militar obligatorio que solían escoger los estudiantes. Le contesté que como era hijo de militar tenía el privilegio de elegir destino, por lo que, si me acogía a ello, hacer la mili "normal" resultaría más compatible con mis estudios.
Después de mis respuestas a sus
preguntas, además de empezar a llamarme a partir de entonces "agrónomo", me concedió la canonjía campamental que suponía destinarme a su oficina como auxiliar del cabo primero García, su mano derecha a efectos administrativos y con el que llegué a tener un cierto grado de confianza. Me rebajaron de los ejercicios
de gimnasia –no hay tiempo para todo-, aunque no de la instrucción, algo que
agradecí porque al fin y al cabo significaba unos momentos de ejercicio al aire libre
y de entretenimiento.
Creo que fue en aquel momento cuando empecé a desarrollar el arte del escaqueo, una asignatura que conviene tener bien aprendida en la vida, no digo para escurrir el bulto en lo trascedente, sino para librarse de todo aquello que a uno le resulte innecesario. El servicio militar para mí en aquel momento suponía un engorro, porque significaba retrasar, o al menos dificultar, la obtención de mi título universitario. Sin embargo, como creo haber confesado en más de una ocasión, mantengo unos buenos recuerdos de aquella etapa de mi vida, porque en cualquier situación se aprenden cosas nuevas.
Lo cuento hoy aquí porque tengo la sensación de que supe en aquel momento jugar
bien mis cartas sin necesidad de hacer trampas. Aquellos tres meses de campamento hasta jurar bandera pasaron sin pena ni gloria. Estaba haciendo la mili como cualquier españolito, pero de una manera mucho más cómoda de lo que hubiera podido imaginarme. Después vendrían otras etapas del servicio militar, pero de éstas quizá cuente algo en alguna otra ocasión.
Escenas de la mili no podían faltar en estos recuerdos rescatados del olvido.
ResponderEliminarFernando
Fernando, tienes razón. Ya he publicado algún recuerdo de la mili y no descarto que más adelante me aparezcan otros en la memoria.
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