28 de septiembre de 2024

Recuerdos olvidados 25. El complicado examen de acceso a cabo

En 1968, cuando hice el servicio militar, una vez acabado el campamento de instrucción (CIR nº 2, en Alcalá de Henares), a mi hermano Manolo y a mí nos destinaron a una unidad entonces acuartelada en El Goloso y que las distintas reorganizaciones del Ejercito han terminando suprimiendo. En realidad, como ya he contado en alguna otra ocasión, este destino lo habíamos elegido nosotros, acogiéndonos a la normativa entonces vigente, que nos lo permitía por ser hijos de militar. 

Pero vayamos a lo que íbamos. El capitán de la  nueva compañía, que sabía perfectamente que nuestro padre era un compañero suyo de más alta graduación (entonces teniente coronel), nos informó de que por nuestra condición de universitarios habíamos sido elegidos para hacer el curso de cabos. Pero añadió que, cuando llegara el momento del examen nos convendría suspender, porque era mucho más difícil conceder permisos por estudios a un cabo que a un soldado, advirtiéndonos de que, como el examen lo corregían tenientes jóvenes recién salidos de la Academia Militar y por tanto con el espíritu castrense muy a flor de piel, nos anduviéramos con mucho cuidado a la hora de elegir los errores, porque podrían mosquear a los examinadores.

Creo que nunca me había encontrado hasta entonces con una dificultad tan grande, la de hacer un examen mal sin que se notara la intención de suspender. Como no teníamos ni idea de cuáles serían las preguntas, no había forma de prepararse debidamente. Por tanto, decidimos que improvisaríamos sobre la marcha.

A mí, entre otras cosas, me tocó escribir el artículo quinto del cabo, que empezaba algo así como “El cabo, como inmediato superior del soldado, se hará querer y respetar, no le disimulará las faltas, …”. Los puntos suspensivos son los que puse en la hoja del examen, dando a entender que no me lo sabía completo, evidentemente un error imperdonable en un aspirante a cabo. No recuerdo ahora cuales, pero sí que a lo largo del ejercicio fui deslizado algunas otras equivocaciones, procurando que no se notara la malévola intención de suspender.

Mi hermano, ante la pregunta de cuál es la diferencia entre prendas mayores y prendas menores, contestó que las primeras eran las que servían para varios soldados, como por ejemplo la tienda de campaña, y las segundas las de uso individual, verbi y gracia las botas y la ropa interior, cuando en realidad la contestación correcta hubiera sido que las mayores pasan de reemplazo a reemplazo, como el correaje o el casco, y las segundas se sustituyen en cada quinta, como el capote. Creo que la osadía de Manolo estuvo a punto de dejarlo sin permisos durante toda la “mili”.

Lo cierto es que los dos suspendimos, que los dos recibimos un guiño cómplice de nuestro capitán y que a los dos los tenientes nos miraban con un cierto aire de “si de mí dependiera, os ibais a enterar”. Pero gracias a aquella pirueta, pudimos gozar los dos de permisos casi indefinidos y continuar con nuestros estudios.

22 de septiembre de 2024

Recuerdos olvidados 24. El descubrimiento de los hoteles

Para un niño de ocho años cualquier acontecimiento que lo saque de su rutina supone una auténtica efemérides. Por eso, a mí no se me ha olvidado, a pesar del tiempo transcurrido desde entonces, la primera vez que me alojé en un hotel. Creo que fue en 1950. Vivíamos en Tetuán, entonces la capital del protectorado español de Marruecos, y nos dirigíamos a Madrid para desde allí trasladarnos a Sigüenza a pasar los tres meses de verano. Habíamos cruzado el Estrecho en barco y la primera noche nos alojamos en un hotel de Algeciras, porque al día siguiente cogeríamos un tren hasta la capital de España.

Si no me falla la memoria el hotel se llamaba María Cristina. Estaba situado en las afueras de la ciudad, rodeado de un gran parque. Cuando entramos, todo aquello me pareció extraordinario, lo que nada tiene de particular porque era la primera vez en mi vida que pisaba el vestíbulo de un hotel o, al menos, la primera vez que era consciente de ello. No puedo recordar detalles, pero sí que aquel episodio se me quedó grabado en la mente como si se tratara de un hecho memorable, como si constituyera un hito a partir del cual se iniciaba una nueva etapa en mi existencia, en la que empezaría a conocer la enigmática vida de los adultos.

Un año más tarde, con nueve años, de paso hacia el nuevo destino de mi padre, esta vez en Gerona, nos alojamos en el hotel Capitol de Madrid. De éste sí mantengo algunos recuerdos, aunque evidentemente difuminados por el paso del tiempo. Uno de ellos, que me dejó impresionado, eran los botones e interruptores situados junto a la cabecera de la cama, uno de ellos para abrir la puerta de la habitación cuando la camarera llamara para llevarnos el desayuno. Ese descubrimiento, el de los mandos a distancia, todavía no inalámbricos, me pareció algo increíble, casi como si se tratara de un prodigio de los que veía en las películas de ciencia ficción.

Otro de mis descubrimientos en aquella ocasión fue el de la mantequilla en forma de pequeñas caracolas que nos servían en el desayuno. A mí aquello me pareció un refinamiento al que no estaba acostumbrado. Conocía la mantequilla, claro, pero en bloques. Nunca me hubiera podido imaginar que alguien se tomara la molestia de darle aquella sinuosa y al mismo tiempo elegante forma.

Pero el colmo de las sorpresas de aquella breve estancia en Madrid fue cuando mi padre apareció con dos entradas de cine en la mano, me las entregó como si fuera la antorcha del relevo generacional y me dijo que eran para que me fuera con mi hermano Manolo esa tarde a ver una película en el cine Capitol, situado en los bajos del mismo edificio del hotel, en plena Gran Vía. Aquello me causó la impresión de que ya había superado definitivamente la niñez y entraba en la edad adulta. Esa sensación se me quedó grabada de tal forma, que luego, a lo largo de la vida, me he acordado de ella en muchas ocasiones.

Las estancias en hoteles siempre me han resultado muy atractivas. Para mí no significan sólo un lugar para  pasar la noche, sino sobre todo la oportunidad de disfrutar de un ambiente muy distinto al habitual. Con el tiempo, además, me he vuelto muy exigente con sus prestaciones -lo que evidentemente se debe al paso y sobre todo al peso de los años-, exigencia que me obliga a un concienzudo análisis previo de sus características. Nunca me alojo en un hotel sin conocer perfectamente qué me voy a encontrar. Lo que no significa que en más de una ocasión me haya equivocado.

Es evidente que no hay efecto sin causa, aunque a veces no se conozca ésta. Si es así, la causa de mi atracción por los hoteles se debe a aquella estancia de hace tantos años en el hotel María Cristina de Algeciras.


18 de septiembre de 2024

Es que no paran


Dicen que los perros de caza cuando muerden no sueltan su presa porque el instinto se lo impide. Salvando las distancias, y dicho sea el símil anterior con absoluto respeto a las personas, los actuales líderes de la derecha de este país cuando encuentran cualquier pretexto real o inventado, venga o no a cuento, para atacar a Pedro Sánchez, no sólo no cesan en sus ataques, sino que además se ensañan. Todavía resuenan las críticas al no reconocimiento de Edmundo González como ganador de las elecciones venezolanas hasta que se den a conocer las actas -posición compartida por los miembros de la UE- y ya se han enganchado a la crisis diplomática que se ha abierto como consecuencia de las palabras de Margarita Robles acusando a Maduro de dictador.

Fue curioso observar las contradicciones de los líderes del PP al principio, cuando todavía no debían de haber recibido el argumentario oficial de su partido. Mientras unos acusaban a Sánchez de abrir conflictos estériles e irresponsables, otros aplaudían a la ministra de Defensa, una auténtica contradicción. Todo vale con tal de zaherir, aunque se trate de un delicadísimo asunto diplomático, de un conflicto que el sentido común -por no decir el sentido patriótico que tanto les gusta invocar- aconseja desactivar cuanto antes. Pero es que su estilo no se lo permite. En la guerra como en la guerra.

Aunque estoy de acuerdo sin paliativos con las palabras de Margarita Robles, creo que fueron inoportunas. Las relaciones diplomáticas no admiten intromisiones de un representante del gobierno en el área de Exteriores. Fue una irresponsabilidad, un dejarse llevar por los sentimientos y no por las razones de estado. Lo digo de una ministra, pero también de una oposición que critica las complejas decisiones en política exterior en beneficio de sus intereses electorales, sin tener la suficiente información. O teniéndola, pero importándole un bledo los perjuicios que puedan causar a los intereses de su propio país.

En un artículo que publiqué hace unos días hablaba yo de las convicciones y de los intereses, incluyendo en este último concepto los colectivos, no los particulares. Pues bien, creo que estamos ante un claro ejemplo de lo que entonces decía, que en muchas ocasiones es difícil entender los mecanismos que guían a la diplomacia, porque no se tienen a mano datos suficientes para comprender las causas. Yo tampoco los tengo, pero el sentido común me dicta que en casos como éste hay que andarse con pies de plomo antes de dar un portazo al presidente de un país al que nos unen fuertes lazos sentimentales y económicos.

Pero como no paran, ahora, tras las acusaciones del populista ministro de Interior venezolano en las que  acusa a España de intervenir en un complot contra Maduro, ya han abierto la caja de los truenos, ya han vuelto a sacar los pies del plato pidiendo, nada más y nada menos, que la retirada de nuestro embajador en Venezuela, mientras se quejan de carecer de información porque el gobierno no se la ha suministrado. Vamos a ver, señores del PP: si la acusación es falsa como sostiene el gobierno, de qué les tenían que haber informado; y si hubiera algo de cierto, a quién se le ocurre quejarse porque no se haya informado de una operación que afectaría a la seguridad del Estado. 

Lo dicho, siguiendo con el símil canino, son incapaces de soltar la presa.

14 de septiembre de 2024

Recuerdos olvidados 23. Un día memorable

 

Si es verdad que la vida se divide en tres grandes etapas -formación, desarrollo profesional y retiro o jubilación-, es indudable que los días en los que empieza cada una de ellas constituyen auténticos hitos o jalones en la existencia de las personas. En mi caso, aunque tengo algo olvidadas muchas de las sensaciones que me asaltaron el día que acudí por primera vez a las oficinas de la empresa que luego me acogería durante casi treinta años -IBM-, si puedo recordar algunos detalles, pero sobre todo la fuerte impresión de que acababa de dar un paso importante en mi vida. A partir de ese momento gozaría de absoluta libertad, porque se acababa la dependencia económica con respecto a mis padres y empezaba una ilusionante vida nueva que me producía algo de vértigo.

Recuerdo perfectamente los corrillos de recién ingresados que se habían formado en el hall que antecedía a las dependencias que nos acogerían durante los tres siguientes meses, una etapa previa de reciclaje de nuestra formación universitaria. Todos los que estábamos allí teníamos título universitario y para la mayoría de nosotros era el primer trabajo. Nuestras edades estaban alrededor de los veinticinco, veintiséis o veintisiete años, salvo algún treintañero que procedía de trabajos anteriores. Casi todos habíamos pasado directamente de las aulas universitarias a las del departamento de educación interna de IBM.

Me acerqué a uno de los grupos, me presenté y sentí un gran alivio al comprobar que en todos ellos existían las mismas inquietudes y las mismas ilusiones que a mí me embargaban en aquel momento. Éramos unos novatos, en un ambiente absolutamente desconocido, con el porvenir abierto, aunque alguno se las diera de listillo e intentara darnos lecciones sobre lo que allí nos esperaba. Se habló por supuesto de sueldos, pero sobre todo de informática, algo totalmente desconocido por todos nosotros. Recuerdo que hice un chiste cuando dije que, si yo había sido capaz de aprobar Motores de segundo y Fitopatología de tercero, cómo no iba serlo de aprender a programar un ordenador.

El miedo y la incertidumbre que sentía en aquel momento duraron apenas unas horas, las primeras de aquel día. A medida que los distintos instructores del curso que empezábamos ese día fueron presentándose – todos muy jóvenes-, fui sintiéndome más seguro y optimista. De tal forma que cuando ese día volví a casa, no cabía en mí mismo de satisfacción.

Después, a lo largo de los meses que vinieron a continuación, mi estado de ánimo fue fluctuando entre el optimismo y la inquietud, no porque lo que allí nos enseñaban me resultara difícil, sino por el desconocimiento del verdadero cometido profesional que me aguardaba. Se hablaba mucho de los distintos destinos posibles, Técnico de Sistemas o Técnico de Ventas, los primeros con la misión de asesorar a nuestros clientes en los aspectos operativos de los equipos, los segundo una mezcla de comerciales y relaciones públicas. A mí, con mi título de ingeniero agrónomo, no me entraba en la cabeza otra posibilidad que la primera. Estaba convencido de que para lo segundo no valía.

Pero, aunque esto quizá merezca que lo cuente en otra ocasión con cierto detalle, al final, por decisión de mis instructores, acabé convirtiéndome en Técnico de Ventas, viéndome obligado a vencer mis temores. El hombre propone y Dios dispone, como dice el piadoso refrán.

9 de septiembre de 2024

La matraca de la amnistía

Nota previa: El artículo que viene a continuación está escrito antes de que se celebraran las elecciones autonómicas catalanas y, por consiguiente, antes de que los independentistas perdieran la presidencia del gobierno catalán. No obstante me atrevo a publicarlo hoy por dos razones: la primera, porque lo que digo aquí resulta premonitorio de lo que luego ha sucedido; la segunda, porque mis ideas no sólo no han cambiado desde entonces, sino que se han fortalecido con la llegada de Illa a la presidencia de la Generalitat.


Empezaré confesando que me da mucha pereza dedicarle tiempo a escribir sobre el manido asunto de la Ley de Amnistía. Siempre me ha resultado incómodo, pero ahora que el asunto ha bajado en intensidad desde el punto de vista mediático mucho más. Si el ruido ha disminuido ha sido por dos razones, una, porque los detractores se han dado cuenta de que pinchaban en hueso y han empezado a dirigir sus dardos en otras direcciones; dos, porque los defensores de la propuesta legislativa, conscientes de que es éste un asunto muy difícil de digerir por una parte de la opinión pública, prefieren poner sordina. Pero los irreductibles siguen dando la matraca. Son aquellos que consideran que la iniciativa sólo puede traer desgracias a nuestro país y, como consecuencia, no cesan en gritar su desacuerdo en todas las direcciones de la rosa de los vientos.

A mí la amnistía siempre me ha parecido un asunto muy poco estético, porque sus beneficios abarcarán a políticos como Puigdemont, un personaje que, desde mi punto de vista, políticamente deja mucho que desear. Sin embargo, hecha esta consideración, nunca he visto en la iniciativa del gobierno actual grandes riesgos, mucho menos los que pregonan algunos, la ruptura de España. Todo lo contrario, creo sinceramente que los intentos de suavizar tensiones suelen dar buenos resultados, sobre todo si con ellos se logran acuerdos admisibles por las dos partes, lo que en este caso significaría disminuir la tensión separatista de muchos catalanes, por un lado, y respetar sin prejuicios las singularidades históricas de Cataluña, por el otro.

Respecto a la acusación de donde dije digo, digo Diego, yo no creo que en política no haya que rectificar. Todo lo contrario, estoy convencido de que es un oficio que obliga a cambiar de vez en vez de criterio y a adaptarse a las circunstancias constantemente. Es cierto que el PSOE estaba en contra de la amnistía hace un tiempo y no lo es menos que ahora la defiende. Pero si al juzgar este cambio no se tiene en cuenta que las circunstancias han cambiado por completo, se estará cometiendo un error. En la Cataluña de 2017 había una mayoría de separatistas, y muchos de ellos lo eran como consecuencia de las torpezas cometidas por los gobiernos conservadores. En la de 2024 el panorama ha cambiado por completo. Sigue existiendo por supuesto un catalanismo muy arraigado -que por cierto nunca desaparecerá-, pero mucho menos separatismo del que había entonces, aseveración que respaldan las encuestas de opinión. Si esta realidad social no se reconoce, se corre el riesgo de errar en cualquier juicio político que se haga.

Vamos a ver qué sucede en las próximas elecciones autonómicas, porque puede que haya sorpresas. Junts y ERC, las dos formaciones nacionalistas catalanas más importantes, están enfrentadas como no lo habían estado nunca. Las acusaciones que se cruzan son demasiado llamativas como para que después pueda haber componendas entre las dos formaciones. Pero es que además está el PSC de Illa, que con unos buenos resultados puede cambiar por completo el equilibrio. Los independentistas irredentos seguirán hablando de autodeterminación, porque es la única arma que les queda. Pero, lo más importante no es lo que reclamen esos líderes, sino lo que opine la mayoría de los catalanes que hasta ahora los votaban.

La pregunta que hay que hacer es si el independentismo ha bajado en intensidad porque hubo represión o porque ha cambiado el estilo del gobierno central. Yo tengo mi respuesta. Los demás que contesten a la pregunta como quieran, pero que no se hagan trampas en el solitario. 

4 de septiembre de 2024

En mi pueblo, hasta el cura es inmigrante

 

Este año, como vengo haciendo desde niño, he pasado unos días en Castellote, provincia de Teruel, en el histórico Maestrazgo. Esta frecuencia de visitas me ha permitido observar a lo largo del tiempo la evolución de lo que podría ser un buen ejemplo de ese mundo rural que ahora se conoce con el curioso nombre de la España vaciada. He conocido momentos de esplendor, cuando a principios de los sesenta llegó a contar con 2000 habitantes, y tiempos de pujanza turística, con un buen hotel, varios alojamientos turísticos, siete restaurantes, camping y piscina. Pero ahora estoy siendo testigo de un paulatino y preocupante decaimiento, del cierre de lugares de esparcimiento y de un notable descenso de población, a pesar de que sus todavía setecientos vecinos se afanan todos los días en mantener el pueblo vivo, en conservar una calidad de vida que temen que se les vaya de las manos sin que puedan hacer nada para evitarlo.

Una de las causas de este declive se basa en que los pequeños empresarios se jubilan sin que sus descendientes estén dispuestos a seguir sus pasos, a mantener los negocios de sus padres abiertos. Suelen haber estudiado carreras universitarias, porque la situación económica de la familia lo ha permitido, y prefieren ejercer sus carreras en las grandes o pequeñas ciudades, donde no sólo se les ofrecen mayores oportunidades, sino que además encuentran un estilo de vida más acorde con sus aspiraciones. Renuncian a unos negocios que a sus padres les ha permitido vivir con holgura y eligen emprender una trayectoria distinta.

Bastantes de estos negocios terminan en manos de inmigrantes, muchos de ellos procedentes de la Europa del este. En Castellote no es difícil encontrar a rumanos o a ucranianos al frente de restaurantes, bares, panaderías y supermercados. Menos mal, porque de otra forma esos negocios se hubieran cerrado, ayudando a la despoblación del pueblo. En qué estarán pensando los furibundos enemigos de la inmigración. Pero éste es un asunto muy distinto, que hoy no cabe aquí.

Como digo en el título de hoy, en mi pueblo hasta el cura es inmigrante. En este caso la causa es distinta, porque se trata de la creciente falta de vocaciones entre los españoles, de manera que los obispos se ven en la necesidad de contar con hispanoamericanos para no cerrar sus iglesias. Yo no he oído las prédicas del nuevo párroco, pero me dicen que su acento resulta muy llamativo a los oídos de los creyentes que acuden a sus celebraciones religiosas, acostumbrados al soniquete aragonés de los curas anteriores. No las he oído, pero puedo imaginármelas con facilidad. Eso sí, ahora se oyen todos los días los toques de campanas anunciando la misa de las diez y media, un sonido que durante bastante tiempo había dejado de oírse a diario.

Mucho me temo que sólo estemos asistiendo al inicio de un futuro nada prometedor para el mundo rural. Quizá la inmigración sea nada más que un parche momentáneo, porque a los hijos de los que en estos momentos se están haciendo cargo de los pequeños negocios del pueblo les sucederá lo mismo que a los de sus predecesores. Estudiarán carreras universitarias, emigrarán a las ciudades y dejarán a sus padres solos en la estacada.