4 de septiembre de 2024

En mi pueblo, hasta el cura es inmigrante

 

Este año, como vengo haciendo desde niño, he pasado unos días en Castellote, provincia de Teruel, en el histórico Maestrazgo. Esta frecuencia de visitas me ha permitido observar a lo largo del tiempo la evolución de lo que podría ser un buen ejemplo de ese mundo rural que ahora se conoce con el curioso nombre de la España vaciada. He conocido momentos de esplendor, cuando a principios de los sesenta llegó a contar con 2000 habitantes, y tiempos de pujanza turística, con un buen hotel, varios alojamientos turísticos, siete restaurantes, camping y piscina. Pero ahora estoy siendo testigo de un paulatino y preocupante decaimiento, del cierre de lugares de esparcimiento y de un notable descenso de población, a pesar de que sus todavía setecientos vecinos se afanan todos los días en mantener el pueblo vivo, en conservar una calidad de vida que temen que se les vaya de las manos sin que puedan hacer nada para evitarlo.

Una de las causas de este declive se basa en que los pequeños empresarios se jubilan sin que sus descendientes estén dispuestos a seguir sus pasos, a mantener los negocios de sus padres abiertos. Suelen haber estudiado carreras universitarias, porque la situación económica de la familia lo ha permitido, y prefieren ejercer sus carreras en las grandes o pequeñas ciudades, donde no sólo se les ofrecen mayores oportunidades, sino que además encuentran un estilo de vida más acorde con sus aspiraciones. Renuncian a unos negocios que a sus padres les ha permitido vivir con holgura y eligen emprender una trayectoria distinta.

Bastantes de estos negocios terminan en manos de inmigrantes, muchos de ellos procedentes de la Europa del este. En Castellote no es difícil encontrar a rumanos o a ucranianos al frente de restaurantes, bares, panaderías y supermercados. Menos mal, porque de otra forma esos negocios se hubieran cerrado, ayudando a la despoblación del pueblo. En qué estarán pensando los furibundos enemigos de la inmigración. Pero éste es un asunto muy distinto, que hoy no cabe aquí.

Como digo en el título de hoy, en mi pueblo hasta el cura es inmigrante. En este caso la causa es distinta, porque se trata de la creciente falta de vocaciones entre los españoles, de manera que los obispos se ven en la necesidad de contar con hispanoamericanos para no cerrar sus iglesias. Yo no he oído las prédicas del nuevo párroco, pero me dicen que su acento resulta muy llamativo a los oídos de los creyentes que acuden a sus celebraciones religiosas, acostumbrados al soniquete aragonés de los curas anteriores. No las he oído, pero puedo imaginármelas con facilidad. Eso sí, ahora se oyen todos los días los toques de campanas anunciando la misa de las diez y media, un sonido que durante bastante tiempo había dejado de oírse a diario.

Mucho me temo que sólo estemos asistiendo al inicio de un futuro nada prometedor para el mundo rural. Quizá la inmigración sea nada más que un parche momentáneo, porque a los hijos de los que en estos momentos se están haciendo cargo de los pequeños negocios del pueblo les sucederá lo mismo que a los de sus predecesores. Estudiarán carreras universitarias, emigrarán a las ciudades y dejarán a sus padres solos en la estacada.

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