Si no me falla la memoria el hotel se llamaba María
Cristina. Estaba situado en las afueras de la ciudad, rodeado de un gran parque. Cuando entramos, todo aquello me pareció extraordinario, lo que nada tiene de particular porque era la primera vez en mi vida
que pisaba el vestíbulo de un hotel o, al menos, la primera vez que era consciente de ello. No puedo recordar detalles, pero sí que aquel episodio se me quedó grabado en la mente como si se tratara de un hecho memorable, como
si constituyera un hito a partir del cual se iniciaba una nueva etapa en mi existencia, en la que empezaría
a conocer la enigmática vida de los adultos.
Un año más tarde, con nueve años, de paso hacia el nuevo destino de mi padre, esta vez en Gerona, nos alojamos en el hotel Capitol
de Madrid. De éste sí mantengo algunos recuerdos, aunque evidentemente
difuminados por el paso del tiempo. Uno de ellos, que me dejó impresionado, eran los
botones e interruptores situados junto a la cabecera de la cama, uno de ellos
para abrir la puerta de la habitación cuando la camarera llamara para llevarnos el desayuno.
Ese descubrimiento, el de los mandos a distancia, todavía no inalámbricos, me pareció algo increíble,
casi como si se tratara de un prodigio de los que veía en las películas de
ciencia ficción.
Otro de mis descubrimientos en aquella ocasión fue el de la
mantequilla en forma de pequeñas caracolas que nos servían en el desayuno. A mí
aquello me pareció un refinamiento al que no estaba acostumbrado. Conocía la
mantequilla, claro, pero en bloques. Nunca me hubiera podido imaginar que alguien se tomara
la molestia de darle aquella sinuosa y al mismo tiempo elegante forma.
Pero el colmo de las sorpresas de aquella breve estancia en
Madrid fue cuando mi padre apareció con dos entradas de cine en la mano, me las entregó como si fuera la antorcha del relevo generacional y me dijo que eran para que me fuera con mi hermano Manolo esa tarde a ver una película
en el cine Capitol, situado en los bajos del mismo edificio del hotel, en plena Gran Vía. Aquello
me causó la impresión de que ya había superado definitivamente la niñez y entraba en la edad
adulta. Esa sensación se
me quedó grabada de tal forma, que luego, a lo largo de la vida, me he acordado
de ella en muchas ocasiones.
Las estancias en hoteles siempre me han resultado muy atractivas. Para mí no significan sólo un lugar para pasar la noche, sino sobre todo la oportunidad de disfrutar de un ambiente muy distinto al habitual. Con el tiempo, además, me he vuelto muy exigente con sus prestaciones -lo que evidentemente se debe al paso y sobre todo al peso de los años-, exigencia que me obliga a un concienzudo análisis previo de sus características. Nunca me alojo en un hotel sin conocer perfectamente qué me voy a encontrar. Lo que no significa que en más de una ocasión me haya equivocado.
Es evidente que no hay efecto sin causa, aunque a veces no se conozca ésta. Si es así, la causa de mi atracción por los hoteles se debe a aquella estancia de hace tantos años en el hotel María Cristina de Algeciras.
Luis, "tu hotel", por si quieres volver: "El Globales Reina Cristina se inauguró originalmente en 1901 y alberga ruinas antiguas, como partes de una mezquita del siglo VIII y un pozo árabe. Cuenta con piscinas cubiertas y al aire libre.
ResponderEliminarEl Globales Reina Cristina ha dado la bienvenida a visitantes famosos, incluidos Winston Churchill y el rey Juan Carlos I de España. Dispone de habitaciones elegantes con balcón privado, WiFi gratuita y TV de pantalla plana".
De Booking.
Angel
Ángel, entonces no tenía WiFi. Tampoco recuerdo haberme encontrado con Wiston Churchill.
ResponderEliminarPor cierto, lo de Globales es cosa de la globalización. Antes era Reina Cristina a secas. Todo cambia.
Gracias por la detallada referencia.
Los hoteles forman parte íntima de los viajes, en los que uno sale de su ambiente cotidiano y todo lo aprecia como ajeno a este mundo.
ResponderEliminarFernando
Así es, Fernando. Pero ese ambiente debe ser del gusto del hospedado. Si no, mejor en casa.
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