Creo que a lo largo de estos recuerdos olvidados he contado en más de una ocasión la circunstancia personal de que cursé las
enseñanzas de primaria y secundaria hasta en seis colegios distintos. Supongo que
también he dicho que ignoro si tanto cambio de centro escolar favoreció o
perjudicó mi formación, pero eso es algo que ya a estas alturas de mi vida poco
importa.
Mi primer colegio fue el de Nuestra Señora de El Pilar de Tetuán, ciudad en aquel entonces capital del Protectorado Español de Marruecos, en la que viví durante los nueve primeros años de mi vida. De este
centro, en el que debí de estudiar dos cursos de primaria, conservo
pocos recuerdos, más allá de un gran patio para el recreo y un árbol de morera del que cogíamos hojas para alimentar a nuestros gusanos de seda. Sin embargo, no se me han
olvidado los traslados desde el colegio al centro de la ciudad, en filas de a
tres en fondo, a través de unos descampados y unas cuestas endemoniadas, que
las lluvias convertían en barrizales y que Google Earth me muestra ahora
cubierto de urbanizaciones. Fue en aquel colegio donde aprendí a leer, a
escribir y las cuatro reglas de la aritmética, pero lo cierto es que no
recuerdo a ninguno de mis profesores y casi nada de mis compañeros, salvo a un
tal Ángel Martínez de Velasco, con quien tuve una buena amistad y que luego, al
cabo de muchos años, volví a encontrarme en un par de ocasiones. Como anécdota, interesante y curiosa en los tiempos que corren, contaré que cuando los alumnos católicos nos poníamos de pie para rezar en clase lo que procediera, los musulmanes, aproximadamente el treinta por ciento de la clase, permanecían respetuosamente sentados. Había un absoluto y total respeto entre las dos comunidades. Digo más, entre las tres, porque entre mis compañeros recuerdo algún hebreo.
El segundo fue un internado en las estribaciones de los
Pirineos gerundenses, del que mantengo vivos recuerdo y en el que estudié el
llamado entonces Ingreso al Bachillerato (curso 1951-52). De
aquella experiencia, que compartí con mi hermano Manolo, si he escrito aquí
varias anécdotas, porque mi memoria retiene bien el cúmulo de sensaciones
derivadas del paso de la pasiva inercia infantil al desarrollo de la personalidad,
que sin duda en mi caso se inició allí. Pero lo cierto es que sólo estuvimos en ese colegio un curso, porque
la dureza de las condiciones me envalentonó para exigir a mis padres que no nos obligaran a repetir la experiencia. Esto último ya lo he contado en algún otro sitio de estos deslavazados recuerdos.
El tercero fue una academia seglar y mixta, la Cocuard, en
la ciudad de Gerona. Como curiosidad diré que el director y dueño del centro
era un antiguo republicano, de los pocos que se libraron de la
represión franquista. Mi padre, militar y excombatiente en el otro lado, conocía la circunstancia; pero debía de ser tal
el prestigio de aquel docente que no dudó en matricularnos a los dos.
En ese
colegio cursé el Primero de Bachillerato (curso 1952-53), y tengo la sensación
-lo he confesado en varias ocasiones- que aquella experiencia escolar, niños y
niñas juntos, y sobre todo una educación alejada de la influencia religiosa, me ayudó en
gran medida a iniciar el uso de la razón, a confiar en la ciencia y a alejarme de fantasías
indemostrables. Aunque sólo fuera el principio de un proceso no demasiado largo, creo fue allí donde empezó una profunda catarsis emocional, que luego continuaría hasta desembocar en la mentalidad
librepensadora que me acompaña desde hace muchos años.
En el cuarto, el colegio de La Salle Josepets de Barcelona,
estudié Segundo (curso 1953-54), y Tercero (curso1954-55) de Bachillerato. Volvía a la
enseñanza segregada y religiosa, un cambio que a pesar de mi edad noté.
Quizá una de las características más emblemáticas de aquel centro fuera el fomento del deporte que, dadas las características del pequeño espacio que
disponía, se centraba en el baloncesto y en la gimnasia. Blume, el conocido
gimnasta español que triunfó en los campeonatos internacionales de final de los
50 y principios de los sesenta, había estudiado en aquel colegio, razón por la
que los hermanos de La Salle idolatraban su figura. Sin embargo, recuerdo muy
poco a profesores -todos religiosos- y compañeros, más allá de algún apellido
al que no soy capaz de poner cara.
El quinto fue el Colegio Calasancio de Madrid (cursos 1955-56, 1956-57 y 1957-58) en los que cursé Cuarto, Quinto y Sexto de
Bachillerato. De este centro si mantengo muchos recuerdos y sobre todo
bastantes amigos, con algunos de los cuales me veo de vez en vez, unos
encuentros que, aunque a todos nos haya llevado la vida por caminos muy
distintos, nos permite rememorar juntos una época que sin duda fue la cuna de
nuestras respectivas personalidades.
El sexto y último fue una academia seglar, pero no mixta, también en Madrid.
Allí cursé el Preuniversitario (curso 1958-1959). Mantengo algunos recuerdos,
pero sobre todo el del profesor de Lengua y Literatura, un hombre que despertó
en mí el furor por la lectura. Yo en aquella época leía ya bastante, pero todavía
no había salido de la lectura de los libros juveniles, Emilio Salgari, Julio
Verne y otros de narrativa fácil y entretenida. El señor Casajús recondujo mi
afición y me hizo saltar sin miedo a la literatura con mayúsculas, de la que no
me he despegado hasta ahora. Nunca olvidaré sus palabras: lean ustedes todo lo que puedan, no hay placer mayor que el de la lectura.
Seis colegios, seis experiencias y, como nada me impide
pensarlo así, supongo que un cóctel enriquecedor, no sólo en el plano educativo,
también en el aprendizaje de vivir la vida, la asignatura más importante y también la más difícil. Hay algunos que no la aprenden nunca.