A mí no me han sorprendido demasiado los resultados de las elecciones del 26 de junio. Con una izquierda dividida en posiciones irreconciliables desde un punto de vista programático y una derecha invocando el miedo, eran de prever. Lo he dicho en más de una ocasión y lo seguiré diciendo hasta que me harte: el radicalismo errático, heterogéneo e inconexo de Podemos le está haciendo mucho daño a la izquierda progresista de nuestro país y un gran favor a la derecha neoliberal. El electorado auténticamente socialdemócrata no verá nunca con agrado los tics de exaltación revolucionaria que exhiben los de Pablo Iglesias. La auténtica socialdemocracia no pretende asaltar los cielos, se conforma con avanzar decididamente hacia el estado del bienestar, progresar día a día en la defensa de los derechos de las clases más desfavorecidos y luchar para que la igualdad de oportunidades le llegue a todos los ciudadanos. Nada más y nada menos. Y no olvida, porque resultaría suicida hacerlo, la órbita geopolítica, social y económica en la que se mueve España.
Ese día, como suelo hacer cada noche electoral, me entretuve haciendo zapping hasta altas horas de la madrugada. Al principio mi objetivo era conocer la evolución del escrutinio; pero en cuanto las cifras me parecieron suficientemente consolidadas, empecé a interesarme por las “fiestas” de los partidos. De todas ellas, sin excepción, podrían sacarse jugosas conclusiones; pero de la del PP, en la calle Génova, y de la de Podemos, frente al museo Reina Sofía, además material suficiente para escribir extensos tratados de sociología.
En la del PP, gritos de exaltación patriótica, canciones de Manolo Escobar -la de que viva España- y coros de “yo soy español, español” y de “como no te voy a querer “, todo un espectáculo folclórico, rancio y trasnochado. Busqué a don José Calvo Sotelo entre los del balcón, pero no estaba. En la de Podemos, un escenario de vociferantes proclamas reivindicativas, canciones de Atahualpa Yupanqui, coreadas por los del escenario con los puños en alto, agresivos rictus de batalla, gritos de “el pueblo unido jamás será vencido” y citas a Salvador Allende (no a Nicolás Maduro), un alarde de exaltación revolucionaria anacrónica, que me recordaron otros tiempos muy lejanos. Busqué a la Pasionaria entre los de la tarima, pero no estaba.
Sin embargo, lo cierto es que el PP ha ganado, y lo ha hecho porque ha sabido utilizar muy bien la política del miedo y la estrategia de la pinza, aquella que tan buenos resultados le dio en la época de Anguita. Dadme una pinza y moveré el mundo, o algo parecido dijo Arquímedes. Su campaña electoral estaba clara, como en su día lo estuvo para Aznar. Atacar al PSOE, debilitarlo, hacerlo trizas, dejarlo en la mínima expresión posible, porque ese es su verdadero rival, el que de verdad supone una amenaza política para la derecha. De los otros, del batiburrillo “unido”, ya se encargarán los electores. Así lo programaron y así les ha salido.
Pero no escarmentaremos, porque todavía hay quien está buscándole explicaciones a lo sucedido, como si la respuesta no fuera evidente. ¿Qué ha sucedido para que con tanta corrupción, con las desfachateces antidemocráticas del ministro del Interior y con el escandaloso blindaje de Rita Barberá todavía haya quienes confían en estos señores?, se preguntan algunos. ¿Cómo es posible que después de estos cuatro años de gobierno haya quien todavía les otorga su confianza?, se lamentan otros.
Pues muy fácil: porque las utopías programáticas, las incoherencias en las trayectorias personales y los malos modos no les gusta a la mayoría de los españoles, algunos de los cuales prefieren taparse la nariz en vez de ensayar experimentos trasnochados, impropios de estos tiempos y de resultado incierto.
¿Cuándo aprenderemos?