5 de junio de 2016

Perdone, pero no le escucho

No es la primera vez que traigo este asunto al blog, pero es que no me resigno a que las cosas en nuestro idioma estén yendo por los tristes derroteros por los que discurren en la actualidad. Hace tiempo que la vulgaridad en la expresión y la falta de vocabulario se han apoderado del lenguaje, y me temo que, por mucho que algunos bienintencionados se empeñen con ahínco en resucitar el esplendor que tuvo el castellano en otros tiempos, estemos abocados sin remisión a la chabacanería, a la zafiedad y a la incorrección gramatical.

El lenguaje se ha ido formando a lo largo de los siglos por los hablantes, en la lenta evolución que acompaña al desarrollo cultural, cada vez más interesados en transmitir las ideas que fluyen por la cabeza con la mayor fiabilidad posible, para que no quepa posibilidad de error por parte de los receptores de los mensajes. Por eso, en español disponemos de dos verbos hermanos, ambos relacionados con el sistema auditivo, pero de significados muy distintos: oír y escuchar. Sin embargo, en los últimos tiempos, y cada vez con mayor extensión, se ha ido perdiendo el uso del oír, para ser sustituido por el escuchar. Muy pocos son los que ahora oyen, casi todos escuchan. Y no es lo mismo: se oye cuando se perciben sonidos y se escucha cuando se presta atención, mayor o menor, a lo que se oye.

Ahora es frecuente que un presentador de radio o televisión, individuos a los que la sociedad debería exigir la mayor corrección idiomática posible, digan, cuando tropiezan con una dificultad de comunicación con alguien que se encuentra a distancia, “lo lamento pero tenemos que interrumpir la conexión porque no escuchamos lo que nos dice”. Lo que quieren decir es que no lo oyen, porque hay ruidos en la línea o por cualquier otra circunstancia de carácter técnico; pero caen en el error y comunican a su interlocutor que han decidido dejar de prestarle atención. Así, por las buenas.

El otro día oí a alguien que decía que, cuando estaba durmiendo plácidamente en mitad de la noche, escuchó una fuerte explosión que lo despertó. Si estaba dormido, como confesaba, es imposible que escuchara nada; si acaso, oyó un ruido que lo sacó del sueño; e incluso puede ser, por qué no, que a partir de ese momento, alarmado por el estruendo que lo había despertado, se pusiera a escuchar con atención por si le llegaban otros sonidos sospechosos.

O aquel periodista deportivo, esta vez en un campo de futbol, que comunicaba a los televidentes que el griterío del público que llenaba el recinto se escuchaba a centenares de metros del estadio, algo increíble, porque sospecho que la mayoría de los afectados por la algarabía procurarían no escucharla, aunque la oyeran.

O el corresponsal de guerra que, con casco y chaleco antibalas y micrófono en la mano, contaba a sus atónitos oyentes que los habitantes de la ciudad iraquí de Faluya se habían pasado la noche sin dormir, escuchando explosiones.  Digo yo que hay que tener mal gusto para entretenerse con estas cosas.

No, no es para reírse. Éste no es más que un ejemplo, desde mi punto de vista muy significativo, de lo que le está ocurriendo a nuestro idioma. Perdemos expresiones, reducimos el vocabulario y vulgarizamos las conversaciones.

Si Cervantes levantara la cabeza y oyera hablar a sus conciudadanos de ahora, no querría escucharlos.

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