Cuando se elige una opción política entre el abanico de la oferta electoral disponible, es difícil, por no decir imposible, que exista total coincidencia entre las ideas propias y las del partido elegido. Siempre habrá aspectos que a juicio de uno falten y también propuestas que sobren. Pero si se desea ser práctico, si no se quiere que el voto se diluya en la inmensidad estelar, es preciso elegir al que, dentro de los que tengan posibilidades de gobernar, su ideario cuente con suficientes puntos en común con el de uno mismo.
Ésta es una lección que el electorado de izquierdas tiene muy mal aprendida. La volatilidad del voto progresista siempre ha sido mucho mayor que la del voto conservador. El votante progresista cambia con demasiada frecuencia la intención de su voto, quizá porque analice más el contenido de los programas y, como consecuencia, los árboles no le dejen ver el bosque. Un error de proporciones descomunales, porque el resultado es la dispersión del electorado, la fragmentación de los partidos y la consecuente pérdida de oportunidades para conseguir mayorías que permitan gobernar, al fin y al cabo lo más importante en política.
Los votantes conservadores suelen ser mucho más prácticos. Contemplan el bosque y no se entretienen demasiado en fijar su atención en cada uno de los árboles. Si el conjunto les resulta medianamente atractivo, los ingredientes no les importan. Obvian la letra pequeña, porque se mueven guiados por mensajes grandilocuentes y no por detalles programáticos. Los hipnotizan las palabras con mayúscula enfática, Patria, Nación, Bandera, Orden, Autoridad, vocablos a los que dan un sentido posesivo, como si ellos fueran los únicos que valoraran en su justo término el significado que tienen.
Los de izquierdas, por el contrario, centran mucho más la atención en cada uno de los individuos que componen la patria y la nación, en las personas y no en los grandes conceptos. Les preocupa la falta de igualdad de oportunidades, el deterioro de las prestaciones sociales, el desprecio hacia los derechos de las minorías, los umbrales de pobreza, la desigualdad entre hombres y mujeres, los abusos de los poderes fácticos. Y es ahí donde, con tantas variables, con tantos pormenores que analizar, muchas veces se pierden al establecer prioridades, al elegir la opción política que pueda resolver sus inquietudes. En definitiva, en los laberintos de la inoperancia.
El resultado de esta situación está ahí. Una derecha que, aunque tripartita en apariencia, tiene claros sus objetivos y no va a dudar en poner al frente de los destinos del país a cualquiera de los trillizos, como oí hace unos días que denominaba a los líderes conservadores una lenguaraz portavoz parlamentaria. Porque al final, si gobierna uno gobiernan todos. Y aquí paz y después gloria.
Un Podemos fragmentado como el actual, en continua bronca interna por un quítame allá esas pajas, perdido en el dsconcierto, con la aguja de marear averiada, mucho me temo que, tras las próximas elecciones generales, no vaya a poder contribuirr con sus escaños a presentar batalla parlamentaria a una derecha monolítica, que tiene la mirada fija en cuatro ideas sencillas, como suelen ser las proclamas nacional populistas. Y el PSOE, con los resultados de los sondeos a sus favor, pudría quedarse sin gobernar una vez más por falta de apoyos suficientes, aunque fuera el partido más votado con diferencia.
No. No son éstos buenos tiempos para los progresistas por culpa de la dispersión del voto. Aunque me duela decirlo.