El Maestrazgo turolense es una intricada comarca montañosa a caballo del Sistema Ibérico, un paisaje de peñas escarpadas y profundas simas, de arroyos susurrantes y sinuosos, de sendas quebradas y de minúsculos pueblos diseminados, donde sólo se oye el silbido del viento. Una tierra despoblada, de la que alguna vez he pensado que si en vez de en España estuviera en Estados Unidos sería un parque nacional, protegido a cal y canto, pero abierto al turismo responsable. Y no consigo quitarme esa idea de la cabeza, aunque reconozca que en nuestro país resulte un tanto utópica.
Durante esta breve estancia, un día me acerqué a La Algecira, aldea con sonoro nombre de recuerdos mudéjares, un topónimo procedente de una cultura que dejó huella. Tres calles, la de Arriba, la de en Medio y la de Abajo, una iglesia de torre enhiesta, poco más de una docena de casas apretadas, muchos gatos zalameros y confianzudos…, y sólo una persona con quien hablar. ¿Es usted del pueblo? –preguntamos-. No, yo no; he venido de visita –contesta-. Aquí sólo viven tres personas, la señora Carmen y mis dos cuñados. En verano es otra cosa, llegan a ser hasta treinta o más –añade-. ¿De qué viven?, si no es indiscreción –inquirimos sin pudor-. De las pensiones y un poco de los huertos. Dinerico no les falta –responde sin vacilación-. Cuidarán ustedes a estas tres personas –aseguramos a modo de pregunta retórica-. Toma, claro –sentencia-.
En La Algecira muere una carretera, bacheada y con los arcenes mordidos por el agua, la nieve y el hielo, que comunica la aldea con Ladruñán -pedanía de tan sólo 50 habitante, perteneciente al municipio de Castellote-, en realidad una pista mal asfaltada, tan estrecha que uno implora a la providencia que no aparezca otro coche de frente. Y más allá el río Guadalope, con un vado que permite, si la corriente ese día no baja demasiado embravecida, cruzar a la otra orilla y ascender aguas arriba, bordeando las hoces del río por un sendero accidentado, sólo apto para potentes todoterrenos y conductores osados. Un paisaje maravilloso, enigmático y solitario. Un espectáculo paisajístico salvaje y montaraz.
Pero ese mundo, en otros tiempos con vida humana, está desapareciendo. La desidia por parte de las administraciones, la tiranía de los mercados, la falta de alicientes para los más jóvenes y la escasez de recursos económicos están destruyendo una forma de vida que en muchos aspectos es envidiable, están liquidando el maravilloso mundo rural. Y nadie puede esperar que la iniciativa privada lo mantenga con vida si las administraciones no van por delante abriendo camino. No niego que sea difícil, no se me escapa que si no hay retorno de la inversión nadie pone dinero, no ignoro que los políticos sólo se mueven con la esperanza de conseguir votos. Pero eso no impide que reclamemos a gritos la atención de quien proceda, porque en caso contrario nuestros descendientes habrán perdido un tesoro insustituible y quizá irrecuperable.