Hace algún tiempo algo dije sobre mis amores ocultos y secretos. Hoy me propongo traer aquí unos cuantos santos laicos a los que en ciertos momentos de mi vida he profesado alguna devoción. Son o han sido personas de carne y hueso, que nada tienen que ver con aquellos que figuran en el santoral de la Iglesia. Quede claro por tanto que mis santos no guardan relación ni con el misticismo ni con la ortodoxia religiosa ni con la música celestial.
Mi primer santo laico fue Emilio Salgari. Empecé a leer sus novelas cuando apenas tenía doce o trece años y no dejé de hacerlo hasta que cumplí los dieciocho o los diecinueve. Eran libros de formato barato, creo recordar que editados por Saturnino Calleja, unas historias que alimentaron por aquel entonces mis ansias de conocimientos geográficos y que contribuyeron a ampliar los horizontes de mi imaginación. Me atrevería a decir que Salgari fue el causante de mi desmedida afición a la lectura, que a su vez me animó en ocasiones a emprender alguna que otra aventura como escritor. Supongo que ahora me llevaría alguna desilusión si releyera los libros de este autor, lo que no impide que a veces me entren ganas de rebuscar en las librerías de lance y rescatar alguno de sus volúmenes.
Otro santo, este de mayor enjundia, fue Miguel de Unamuno. En 1964, cuando se cumplía el centenario de su nacimiento, la colección Austral de Espasa Calpe inundó los escaparates de su centro de la Gran Vía de Madrid con nuevas ediciones de las obras de este escritor y filósofo; y yo, que por aquel entonces rondaba los veintidos y mi mente buscaba con ansiedad respuesta a las grandes dudas que siempre han intrigado al ser humano, caí en las redes del genial escepticismo unamuniano. Recuerdo que durante meses devoré los escritos de don Miguel, muchos de sus ensayos y alguna de sus novelas. Incluso abrí un fichero manual -los ordenadores personales aún no se habían inventado- en el que guardaba sus reflexiones más significativas o, por lo menos, las que a mí me llamaban más la atención. A este santo laico le sigo teniendo una gran devoción y con frecuencia releo alguna parte de su obra.
Miguel Delibes me fascinaba. Pero entre su numerosa obra quisiera destacar “El hereje”, una novela a la que debo el hecho de haberme levantado un día de mi sillón de lectura, abrir el ordenador y empezar a escribir “El corazón de las rocas”. Mi entusiasmo por aquel libro era tal, que sin medir mis fuerzas empecé a redactar nada más y nada menos que una novela de caracter histórico, algo completamente disparatado si se considera que ni soy escritor ni mucho menos historiador. Pero nada en aquel momento hubiera podido frenar mi ímpetu. Aunque no sólo haya sido por eso, Miguel Delibes figura entre mis santos laicos predilectos. Nunca perdonaré que no le otorgaran el premio Nobel de Literatura.
Hay muchos otros nombres en mi santoral laico. Entre los extranjeros, Ernest Hemingway, cuyas andanzas por el Paris de los años veinte del siglo pasado me sedujeron tanto que tengo preparada, desde hace algún tiempo, una minuciosa ruta por aquella ciudad, para recorrer los lugares que este genial escritor pisó durante su juventud. Aunque el tiempo y los años se van echando encima y no tengo ninguna seguridad de que logre cumplir mi proyectado peregrinaje.
Pero aquí no se acaba la lista de mis santos. Lo que se acaba es el papel que he preparado hoy para escribir. Por eso, quizá otro día continúe confesando mis devociones laicas.