Hay una expresión coloquial en nuestro idioma, “tener clase”, que viene a ser algo así como el antónimo de “ser vulgar”. Como estas expresiones nacidas de la sabiduría popular siempre me han fascinado, he buscado una posible definición que explicara qué queremos manifestar cuando decimos de alguien que tiene clase. Navegando por Internet he encontrado un artículo de Manuel Vicent que, entre otras cosas, dice lo siguiente: “Tener clase es un don enigmático que la naturaleza otorga a ciertas personas sin que en ello intervenga su inteligencia, el dinero ni la edad. Se trata de una secreta seducción que emiten algunos individuos a través de su forma natural de ser y de estar, sin que pueda hacer nada para evitarlo”.
Me gusta esta definición porque coincide en gran parte con la idea que siempre he tenido sobre este tipo de individuos. He conocido a personas procedentes de clases humildes de la sociedad que destilaban clase por cada uno de los poros de su piel y a prepotentes aristócratas que transmitían más vulgaridad que una alpargata usada. No es por tanto la cuna la que otorga esta categoría sino “la secreta seducción” de la que están dotados. Tampoco el dinero, ya que de patanes millonarios está lleno el mundo. Sin embargo me he encontrado con algún mendigo que hubiera invitado a comer en mi casa si no fuera por eso de los estúpidos convencionalismos humanos. De hecho, para suplir esta carencia escribí hace años un relato breve que se titulaba “El mendigo de la armónica”. Ya sabemos que la escritura se convierte a veces en una oportuna válvula de escape de las frustraciones.
Por ponerle algún inconveniente a la definición de Vicent, no estoy demasiado seguro de que en esto de la clase no intervenga la inteligencia, porque al fin y al cabo esta facultad es el motor de todos los comportamientos del ser humano. Quizá lo que haya querido decir es que la clase se transmite sin que el intelecto necesite hacer ningún esfuerzo. Surge espontáneamente del individuo, como si estuviera desligada de la personalidad de su propietario. Pero intervenir, aunque sea en un segundo plano, interviene. Yo no he conocido a ningún tonto con clase, lo que no significa que los inteligentes necesariamente la tengan. Es más, a éstos la carencia de clase se les nota más.
Cabría meter en esta disquisición a la educación, en el sentido amplio de la palabra. Quiero decir que cuando hablo de educación no me estoy refiriendo a la recibida en el seno de la familia ni a la formación académica ni al dominio de idiomas ni a ninguna de las capas de conocimientos adquiridos a lo largo de la vida, sino al filtro personal que el individuo haya utilizado para asimilarlos. Es por tanto un concepto en el que, sin dejar a un lado la educación convencional, depende de la capacidad de utilización de la misma. ¿Quién no ha tenido un ilustre profesor más ordinario que un regüeldo?
Como dice mi admirado Manuel Vicent, tener clase es un don. Por eso, qué difícil es encontrar a alguien a quien se le pueda tachar de esta manera. A lo largo de la vida nos relacionamos con ricos, con guapos y con cultos, con torpes y con listos, con humildes y con vanidosos. Pero hay que buscar con lupa a los que tengan clase, porque se trata de un bien muy escaso.