Una de las novedades que nos ha traído la pandemia ha sido la celebración de catorce conferencias semanales, todas ellas telemáticas, entre el presidente del gobierno central y sus homólogos autonómicos. He seguido con cierta atención -hasta donde me ha sido posible- las ruedas de prensa de unos y otros al acabar cada sesión y he ido sacando la conclusión de que, aunque en determinados momentos se hayan producido tensiones -unas debidas a peticiones de recursos, nunca bien satisfechas a gusto de todos, y otras a simples movimientos tácticos con la vista puesta en los respectivos electorados autonómicos-, el funcionamiento de esta gran herramienta institucional ha sido excelente y, en mi opinión, el resultado muy provechoso. Creo que se trata de un asunto que merece una reflexión.
Cuando los “padres de la Constitución” decidieron diseñar el Estado de las Autonomías, pusieron el foco en dos aspectos muy concretos, por un lado descentralizar la administración y por otro reconocer políticamente la diversidad cultural de nuestro país. Pero dejaron a los futuros parlamentos la labor de legislar el funcionamiento de un sistema que, aunque sólo fuera por lo novedoso, presentaba dificultades de coordinación. Las Cortes fueron haciendo el trabajo pendiente en lo relativo a la transferencia de competencias, pero nunca abordaron en profundidad un asunto tan trascendente como sería el de potenciar las herramientas que permitieran una buena comunicación de arriba abajo y, todavía más importante, que obligaran a los gobiernos autonómicos a no perder nunca de vista la problemática general del país. Soy de la opinión de que esa falta de cauces políticos ha sido una de las causas de muchos de los problemas de desafección que se observan en España.
De la misma manera que una gran organización supranacional, como es el caso de la Unión Europea, necesita de constantes conversaciones, de inacabables negociaciones y de una enorme dosis de diplomacia para conseguir la unidad de acción, un país como el nuestro, con una administración tan descentralizada, precisa de mecanismos que ayuden a las partes a no perder nunca de vista el conjunto y al conjunto a no olvidarse en ningún momento de las partes. En el caso de Europa la necesidad viene impuesta porque se parte de una absoluta división territorial y política y se aspira a la creación de una cierta unidad de acción en todos los ámbitos. En el de España, el imperativo procede del hecho de que, con absoluto respeto al reparto de competencias, no se debe permitir que la descentralización administrativa lleve a la falta de entendimiento y por tanto a la desunión.
Yo espero que los políticos hayan aprendido la lección y se propongan institucionalizar una herramienta, la conferencia de presidentes de comunidades autónomas, que, aunque prevista, apenas se había puesto en práctica hasta ahora. El coronavirus ha obligado a una coordinación excepcional, pero son muchos los temas que, aunque menos llamativos que una pandemia, obligan a la más estrecha colaboración entre las partes, algo que sólo se consigue alrededor de una mesa, con absoluta lealtad hacia el conjunto y hacia las partes. En esta ocasión muchos presidentes, de todos los colores por cierto, han manifestado su satisfacción por lo aprendido políticamente a lo largo de las muchas horas de reunión con sus pares, porque, entre otras cosas, han descubierto que los problemas suelen ser comunes y que las soluciones son mejores cuando proceden de un acuerdo multilateral.
Este gobierno ha tenido la ocasión de utilizar una herramienta que muchos echaban de menos. Confío en que no se desaproveche la oportunidad una vez más. Reformar el Senado para convertirlo en una cámara de representación autonómica está en la mente de muchos, pero en ningún plan concreto. Sin embargo, sentarse de vez en vez alrededor de una mesa es algo que ya se ha puesto en práctica con absoluta normalidad, con resultados muy positivos.
Ojalá que esta experiencia no se quede en un inútil brindis al sol.