Predicar con el ejemplo siempre ha sido una recomendación de carácter moral que casi nadie discute. Los ciudadanos suelen tener claro que allá donde estén, sea cual fuere el lugar que ocupen en la sociedad, su comportamiento debe ser lo más ejemplar posible. Me refiero a los ciudadanos de bien, porque los otros siempre han caminado por sus tortuosas veredas haciendo lo que les viene en gana y nunca les ha importado demasiado si daban buen ejemplo o escandalizaban al prójimo.
Tengo la sensación de que hablamos tanto de las instituciones y de la necesaria ejemplaridad de quien las encarna, que terminamos confundiendo el exacto sentido de lo que queremos decir. La Monarquía solamente se sustenta si se le otorga el carácter de institución ejemplar, de punto de mira del comportamiento de la sociedad. Todas las demás ventajas que se le atribuyen, su aportación a la estabilidad del país, el posible arbitraje entre los distintos poderes del Estado o el respeto a la Historia y a las tradiciones de España se convierten en humo cuando la ejemplaridad, no sólo desaparece, sino que se convierte en un grotesco fraude a la confianza de los ciudadanos.
Yo voté que sí a la Constitución de 1978, aun consciente de que algunos de sus artículos no me gustaban. Hice, como muchos otros españoles, un ejercicio de confianza en que el conjunto de la ley podría funcionar, de tal manera que, aunque nunca había visto ventajas en la sucesión dinástica para encarnar la jefatura del Estado, introduje en la urna una papeleta afirmativa. Mi voto no era el de un monárquico, sino el de un español convencido de que tras la dictadura había que llegar a acuerdos.
Después he vivido durante muchos años convencido de que las cosas estaban funcionando, que el rey había interiorizado su responsabilidad ante la nación y que mi decisión no había sido desacertada. Recuerdo perfectamente el 23-F y la sensación que sentí al ver a Juan Carlos I dirigiéndose a todos nosotros, con el gesto circunspecto y posiblemente el pulso acelerado, para transmitirnos que había dado órdenes a los militares de alto rango para que contribuyeran a la restauración del orden constitucional. Pensé que quizá fuera aquella una especie de confirmación de que mi voto de confianza había estado justificado.
A partir de un determinado
momento, mucho antes del esperpéntico incidente de los elefantes de Bostwana,
empecé a intuir que mis ilusiones descansaban sobre arenas movedizas. Las tímidas
murmuraciones que se oían por todas partes desde hacía tiempo empezaron a
convertirse en insistentes, vulgares líos de faldas, trapicheos económicos, comisiones
irregulares y defraudaciones a Hacienda. Todo además mezclado, como si en vez
de hablarse del rey se estuviera hablando del protagonista de una
mezcla de vodevil y novela negra. Ni que decir tiene que en ese momento se
empezó a derruir en mi interior la imagen que me había formado del monarca. Se empezaron a caer los palos del sombrajo.
Aun así, todavía dudaba de la veracidad de las informaciones que llegaban, quizá porque no quería que un escándalo tan impresionante erosionara los cimientos del Estado. Pero empecé a oír a los defensores de lo indefendible, que acusaban a los delatadores de la conducta del rey de antipatriotas, como si el patriotismo consistiera en esconder los delitos del monarca y no dar credibilidad a las denuncias que llegaban de todas partes. Y me preocupé aún más, porque comprendí que un sector de la derecha y de la ultraderecha española estaba dispuesto a negar la evidencia por razones partidistas. Iban a convertir el comportamiento del rey en bandera reivindicativa de sus manejos políticos. No estaban dispuestos a defender las instituciones como se debe hacer, depurando responsabilidades.
Sigo muy atento el comportamiento y las declaraciones de Felipe VI, porque, nos guste o no, su imagen está muy comprometida por los manejos del anterior monarca. No es fácil su postura, lo entiendo. Pero la magnitud del descalabro institucional que estamos viviendo es de tal magnitud, que no debería permanecer al margen. Está obligado a defender las instituciones, es decir, a no negar la evidencia como intentan hacer los sectores reaccionarios, aunque, por cierto, la derecha de este país nunca haya sido monárquica, salvo excepciones minoritarias. Tiene una responsabilidad que no puede eludir. Porque en caso contrario la omisión se volverá contra la institución, es decir, contra el Estado.