A mí me gusta el cine, pero no soporto las series televisivas. Al hilo de algunos comentarios off the record que me han llegado de varios amigos sobre lo que escribí hace unos semanas sobre mis aficiones, voy a intentar explicar por qué no estoy enganchado a ninguna de las que en la actualidad ofrecen las cadenas de televisión. Es posible que alguno piense que allá yo con mis fobias y mis filias, pero es un tema que me permite reflexionar hoy sobre mi afición el cine.
En primer lugar, prefiero los argumentos cerrados, es decir aquellos que tienen un principio y un final perfectamente definidos. Me sucede con el cine y con la literatura. Por eso, uno de los inconvenientes que encuentro en las series de ficción -no en las documentales- es que se sabe siempre cuando empiezan pero nunca cuando acaban. En algunas de ellas, por si fuera poco, los guionistas van desarrollando el argumento de acuerdo con lo que les indican las encuestas de opinión, de manera que son los espectadores los que con sus predilecciones marcan el desarrollo de la trama. De ahí las segundas temporadas, las terceras y las que hiciere falta.
Otra de las razones que me apartan de las series de televisión es que el perfil de los personajes queda definido desde la primera entrega, de manera que a partir de entonces el espectador sabe cómo son, si valientes o cobardes, si bondadosos o malvados, si benefactores de la humanidad o asesinos en serie. El desarrollo de los acontecimientos puede sorprender, por supuesto, pero no la reacción ante cada situación de los que integran el cuadro de protagonistas. En el cine -en el bueno- uno de los mejores ingredientes es la expectación ante qué hará cada personaje en las coyunturas que van surgiendo, porque precisamente su carácter, su manera de pensar y, por tanto, su posible reacción se van descubriendo paso a paso.
A mí en el cine, como en la literatura, me gusta la sorpresa. Es cierto que hay cine bueno y cine malo. Precisamente uno de los defectos del malo es la previsibilidad de los comportamientos y por tanto del desenlace. El buen cine como la buena literatura esconden detrás de cada movimiento de la trama un cierto sobresalto, alguna dosis de inquietud. El espectador tiene que estar intranquilo, alerta ante la reacción de los personajes, porque se ha metido bajo su piel y siente lo que hagan como si lo hiciera él o como si se lo hicieran a él.
Lo anterior trae consigo otra consecuencia, la de que tras contemplar un día sí y otro también a los mismos personajes, el “serieadicto” termina amando a unos y odiando a otros. Muchas veces he pensado que quizá el éxito de las series tenga origen en esa dependencia, porque el espectador se siente a gusto con los protagonistas. Con los “héroes”, por supuesto, pero también con los “villanos”, porque al fin y al cabo el morbo forma parte del espectáculo.
Yo en esto de las series he sido cocinero antes que fraile. He visto muchas series en mi vida, porque los principios de la televisión en España, que viví desde el primer momento, se apoyaban en gran medida en series, norteamericanas la mayoría. Los capítulos solían ser semanales, de aproximadamente una hora de duración, y recuerdo perfectamente que me pasaba la semana pensando qué sucedería en el siguiente. Si el protagonista era un abogado defensor, sabía de antemano que ganaría el pleito, fuera éste de la complejidad que fuera. Y si se trataba de un detective, ya podía ponerle el argumento tantas dificultades como quisiera, porque al final averiguaría quién había sido el asesino. Poca sorpresas cabían, pero yo admiraba aquellos personajes.
En cualquier caso, en esto de las aficiones hay tantas como colores y todas merecen respeto, ya que al fin y al cabo estamos hablando de la cara lúdica del alma del individuo. Simplemente digo que a mí no me entretienen las series. Pero como decía ese amigo mío que cito de vez en vez, “ca” uno es “ca” uno.