Siempre he sostenido que cualquier viaje de los llamados de placer consta de tres partes, la preparación, el viaje propiamente dicho y el posterior saboreo de los recuerdos. Cada una de ellas dispone de sus propias características, pero todas contribuyen, si se aprovechan adecuadamente, a deleitar el espíritu. Hoy estoy en la tercera del que acabo de realizar a lo largo de varias provincias castellano-leonesas, es decir en la etapa de la rememoración de las experiencias. Sin embargo, no pretendo traer hoy aquí sus detalles, entre otras cosas porque no cabrían en el espacio de un artículo, pero sí destacar algunas de las impresiones que he recibido estos días, todas de carácter general, unas buenas y otras no tanto.
Empezaré por explicar que regreso con la sensación de que las consecuencias de la pandemia empiezan a superarse. Aunque todavía con cierta timidez, me ha dado la sensación de que la economía está despertando poco a poco de su largo letargo. Los hoteles -en este caso dos paradores- están contratando gente nueva, algo que compruebas cuando observas en cualquiera de sus secciones a empleados veteranos enseñando los pormenores de su función a jóvenes recién incorporados. Pero además si le preguntas a los responsables cómo perciben el futuro inmediato, te contestan sin ambages que parece que las cosa van cambiando a mejor, de tal forma que pronostican un verano con un índice de ocupación muy alta .
Lo mismo sucede con los restaurantes, en los que empieza de nuevo a ser conveniente reservar con anticipación, porque se corre el riesgo de no encontrar mesa libre. Este viaje ha sido en días laborables y casi en su totalidad en ambientes rurales. Pues bien, las terrazas repletas, el callejeo multitudinario, las tiendas abiertas por todas partes y los escaparates rebosantes transmiten la sensación evidente de que la oferta empieza a ajustarse a la expectativa de una demanda creciente. En definitiva, un panorama que parece reflejar un optimismo que ojalá no sea infundado. Porque de rebrotes verdes convertidos en hojarasca otoñal tenemos algunos recuerdos.
Sin embargo, hay asuntos que siguen igual de mal que antes de la pandemia. Pondré un ejemplo que en mi opinión es bastante significativo. Cuando a las doce y cinco minutos de la mañana de un martes intenté visitar la catedral de Burgos, me encontré con un insidioso cartel que indicaba que las visitas se habían cerrado a las doce y que no se reanudarían hasta las cinco y media. Una auténtica vergüenza, porque estamos hablando nada más y nada menos que de una muestra del Patrimonio Mundial de la Humanidad, de una joya de la arquitectura gótica española, puede que de su máximo exponente. Que por razones desconocidas se cierre a las visitas a unas horas de máxima audiencia, demuestra la falta de interés por parte de los que ostentan la “propiedad” del templo, la archidiócesis burgalesa.
Pero esto de las iglesias cerradas ha sido durante estos días una tónica general, porque la mayoría de ellas echan el cierre nada más acabar la misa o misas programadas para ese día. De manera que es imposible disfrutar del patrimonio religioso arquitectónico español, porque sus administradores se reservan el derecho de hacer de su capa sacerdotal un sayo. Parece como si la espiritualidad religiosa que defienden estuviera reñida con la cultura laica, como si el culto fuera su única preocupación. Sé que es clamar en el desierto, pero no me quedaría tranquilo si no aportara aquí mi modesto grano de protesta.